miércoles, 30 de enero de 2008

La Familia: Primera escuela de virtudes

LA FAMILIA: PRIMERA ESCUELA DE VIRTUDES
La madurez natural del ser humano es resultado del desarrollo armónico de las virtudes humanas. Y es difícil pensar conseguirlo sin contar con la familia, ya que en ésta, se puede lograr que las personas las desarrollen motivadas por el amor, por saber que todo miembro de la familia tiene el deber de ayudar a los demás miembros a mejorar. El hogar y la vida en familia son la primera escuela de virtudes donde se trasmiten de forma natural a través de la vida cotidiana. Virtud viene del latín vir que significa fuerza, e incluye todo aquello que perfecciona a la persona. Es un hábito operativo bueno, una disposición estable en el individuo para la acción. Es fuente de riqueza espiritual y perfección para el hombre que la practica. En esta repetición de actos, lo más importante es: * que hacen ser más y obrar mejor * que potencian y engrandecen la capacidad de actuar * que facilitan el uso correcto de la libertad. El ser humano, formado por cuerpo y espíritu en una unidad sustancial, se ve sometido constantemente a impulsos que tiran de él en direcciones opuestas: por un lado, su parte material o sensible lo inclina fuertemente a la obtención de los bienes materiales; y por otro, su razón y su voluntad lo llevan a la búsqueda de la verdad y del bien. Las virtudes actúan como un principio de unidad que permite al hombre integrar la razón y sentimientos, de modo que ambos converjan en un justo medio, subordinando las tendencias inferiores a las tendencias dictadas por la razón (superiores). Cuando la persona carece del mando unificador (virtudes), puede fácilmente “absolutizar” el aspecto sensible de la realidad, ya que es el más inmediato y gratificante a corto plazo, pero lleva en sí mismo el germen del descontrol y la dispersión. Aunque la sensibilidad es lo que permite disfrutar de la realidad viva, es la razón la que está diseñada para dirigir el accionar humano. Dijimos que la virtud es un hábito operativo bueno, que orienta nuestras acciones al bien de manera continua e implica repetición. Pero esta repetición no puede ser una rutina de actitudes y comportamientos, es necesaria la presencia activa de la inteligencia y de la voluntad para conseguir en cada momento la verdad y la bondad. Las virtudes son valores hechos vida. Son actos humanos nacidos del amor. El estudio sistemático de las virtudes tuvo sus inicios en la época de Aristóteles, quien investigó científicamente el funcionamiento de las mismas como base de las perfecciones del hombre. Hay tres Virtudes Teologales: Fe, Esperanza y Caridad. Siguiendo a Santo Tomás, se pueden considerar como “hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma, para disponerlas a obrar según el dictamen de la razón iluminada por la fe”. Tienen por objeto al mismo Dios y son infusas, es decir, recibidas directamente por Dios. Hay cuatro Virtudes Cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Estas son adquiridas, es decir, el hombre puede esforzarse para desarrollar la virtud más y mejor a nivel natural. En torno a ellas giran todas las demás. A todos los padres de familia les gustaría que sus hijos fueran ordenados, generosos, sinceros, responsables, leales, etc., pero existe mucha diferencia entre un deseo reflejado en la palabra “ojalá”, y un resultado deseado, previsto y alcanzable. Los padres tendrán que poner mucha “intencionalidad” en su desarrollo, para lo que pueden apoyarse en estos aspectos: a) La intensidad con la que se vive b) La rectitud de motivos al vivirla c) La aclaración intelectual de lo que significa cada virtud d) El ejemplo de la persona que está luchando por superarse personalmente. Para decidir qué virtudes deberían considerarse prioritarias para cada edad, hace falta tener en cuenta: 1) los rasgos de la edad en cuestión 2) la naturaleza de cada virtud 3) las características y posibilidades reales de quien estamos educando 4) las características y necesidades de la familia y de la sociedad en la que se vive 5) las capacidades personales de los padres. PRUDENCIA Toda virtud es prudente. La prudencia es la virtud que nos ayuda en el conocimiento de la realidad objetiva, de lo que es verdad, y en la realización de lo que consideramos bueno. Tiene una doble función: * Conocer la realidad objetiva * Ordenar nuestro querer y obrar para realizar el bien que deseamos. Al conocer la realidad, la virtud facilita la reflexión adecuada antes de enjuiciar cualquier hecho o situación y, como consecuencia, se podrá tomar la decisión más acertada de acuerdo con criterios rectos y verdaderos. Se trata por lo tanto de enseñar a discernir, a formar dichos criterios, a enjuiciar y decidir. Para el conocimiento de la realidad (primera función), será necesario fomentar: 1. La disposición para conocer la realidad y ser coherente con ella. 2. Docilidad y humildad para aceptar lo que nos dicen y reconocer las propias capacidades y limitaciones. 3. Una gran objetividad para afrontar la realidad y decidirse por el bien, venciendo toda tentación de cobardía, injusticia e intemperancia. Para ordenar nuestro querer y obrar hacia el bien (segunda función), es necesario: 1. Formar criterios rectos y verdaderos. 2. Desarrollar la capacidad crítica para apreciar los acontecimientos de acuerdo a esos criterios. Saber enjuiciar correctamente. 3. Tener la capacidad de decidir, de poner en marcha nuestro querer y obrar para realizar el bien de acuerdo con un enjuiciamiento correcto. El fin de la prudencia más que conocer, es ayudarnos a decidir correctamente. Es el modo que el hombre tiene de poseer, mediante sus decisiones y acciones, el bien propiamente humano: la verdad. Es la madre de las virtudes y conductora de todos los hábitos buenos. Lo contrario, o el vicio de la prudencia, es la Imprudencia, que incluye la precipitación, la inconsideración y la inconstancia y está relacionada con la falta de dominio sobre las pasiones. Cuando nuestros hijos empiecen a tomar decisiones personales dentro de una zona limitada de autonomía, necesitarán de la Prudencia. Cuando esto sucede tenemos que guiarlo para que sepa en qué cosas debe obedecer y pedir consejo, y en cuáles puede decidir libremente. Necesitará de nosotros en situaciones nuevas donde no tenga la información adecuada, aunque poco a poco, se tendrá que enfrentar a un mayor número de decisiones que tomar. Preparar a nuestros hijos para la etapa de toma de decisiones, que por lo general se da en la adolescencia, requiere de un adiestramiento previo por nuestra parte, en el desarrollo de una serie de capacidades en los hijos: · de observación · de distinguir entre hechos y opiniones · de buscar información, distinguiendo entre lo importante y lo secundario · de seleccionar fuentes · de reconocer los propios prejuicios · de analizar críticamente la información recibida y comprobar cualquier aspecto dudoso · de relacionar causa y efecto · de reconocer qué información es necesaria en cada caso · de recordar. Un ejercicio que ayuda a nuestros hijos a desarrollar estas habilidades es la lectura, pues implica un análisis mental, memoria, reconocimiento del tema principal y secundario, asimilar y sintetizar. Fomentemos con nuestro ejemplo este hábito sugiriendo lecturas formativas para la familia. El contacto con el arte es otra manera indirecta de desarrollar la capacidad de observación y de sensibilizar, analizando un poco el contexto y vida del artista en cuestión, así como los elementos gráficos que constituyen la obra; investigar sobre ello amplia la información con que contamos. Otro ejercicio útil es el análisis de programas de TV o anuncios, señalando los valores y antivalores que encontramos bajo un criterio correcto. El juicio nos lleva a poner sobre la mesa los valores, hacerlos tangibles y asimilarlos a nuestros criterios de actuación. Educar en la prudencia es también permitir que asuma las consecuencias de sus errores, no tratar de resolverles la vida. Un buen consejo oportuno es valioso, pero tomar la decisión por ellos, no los hará madurar. Se notará que un hijo está desarrollando la virtud de la prudencia, porque pide consejo, porque busca las fuentes adecuadas para documentarse, porque pondera esa información y la discute con sus padres y otras personas, porque llega a ser una persona de criterio y porque actúa o deja de actuar después de considerar las consecuencias del acto para él y para los demás. JUSTICIA Es dar a cada cual lo que le corresponde y supone un derecho previo que no puede ir en contra del derecho natural (por ejemplo, la ley del aborto: alegar “este es mi cuerpo y hago con él lo que quiero”, va en contra del derecho a la vida de otro ser humano). Ser justo significa reconocer al otro en cuanto a otro, que tiene derecho a lo suyo; hacer el bien o el mal significa dar o retener lo que pertenece a otra persona con la que estoy comprometida de alguna forma. No basta la intención de nuestros actos, debe hablar de justicia. El hombre que merece ser llamado el mejor, es el que es el más justo. La justicia tiene una supremacía sobre la Templanza y la Fortaleza, en cuanto a que no sólo ordena al hombre en sí mismo, sino también la convivencia con los demás. La más auténtica perversión del bien humano es la injusticia y tiene su origen en dos causas: la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso. Como vemos la Justicia se realiza en función de los demás, por lo que no podemos desligarla de la Caridad. La Justicia reside en la voluntad, no en el entendimiento y encuentra su pleno cumplimiento en tres estructuras: 1. La relación de los individuos entre sí (Justicia Conmutativa) 2. El todo social con los individuos (Justicia Distributiva) 3. Los individuos con el todo legal (Justicia Legal) El niño pequeño realiza en ocasiones, actos injustos porque no los considera como tales. Pero en cuanto empieza a razonar, reconoce la injusticia al tratar que todos reciban lo mismo. Esto es alrededor de los siete u ocho años. Hacia los once años se da cuenta que lo justo no es necesariamente el trato igualitario, sino más bien un trato de equidad, teniendo en cuenta la responsabilidad y las circunstancias de cada persona. Los padres empezamos a mostrar a los pequeños las reglas del juego, luego vendrán las reglas impuestas por el grupo. ¿Qué herramientas son útiles para la construcción de esta virtud? De 7 a 9 años: · Aprender a establecer un acuerdo con un hermano o amigo y cumplirlo. · Aceptar reglas, una vez conocidas. · Respetar la propiedad ajena. · Respetar las necesidades y derechos ajenos: las habitaciones de los hermanos, el silencio en momentos de estudio, llamar a la puerta, no interrumpir conversaciones. De 9 a 13 años: · Seguir insistiendo en actuaciones justas, explicando lo que es injusto. · Ayudarles a comprender los motivos para ser justos. · Aclarar las diferentes condiciones y circunstancias de cada persona. · Enseñarles a rectificar y por lo tanto, a reparar. · Ayudarles a reflexionar sobre la actuación adecuada, después de sufrir una injusticia de otro. Esto es muy doloroso, pero tenemos que fomentar el perdón, no la venganza, pues a quien más daña es a él mismo. · Hablar de los demás con respeto, buscando lo positivo. Evitar el chisme y la calumnia. · Devolver lo que nos prestan, en buenas condiciones. · Hacerles ver las posibilidades que tiene los demás de realizar un acto bueno. · Cumplir con las órdenes de los papás y otras autoridades. · Evitar actos de injusticia, aunque sean pequeños y parezcan no tener importancia, paro repetidos crean un ambiente en el que es difícil realizar actos positivamente (contar pequeñas mentiras, colarse en la fila del cine, entrar al cine cuando no tienen edad, etc.). · Fomentar su capacidad de reparar o rectificar ante el error, pedir perdón. Es importante ser justo con cada uno de nuestros hijos, de acuerdo a su condición y circunstancias: edad, necesidades, estados de ánimo. Aprovechemos el sentido de idealismo de los jóvenes, por ejemplo, para involucrarlos en alguna labor social. Es importante que nos vean que forma parte de nuestro diario actuar. Al adolescente también es importante enseñarle lo que implica su papel de hijo, de hermano, de compañero y de ciudadano en su diario actuar, ayudarlo a comprender lo que es justo en cada momento. Esto es el derecho al respeto por parte de los demás, el derecho a la ayuda para alcanzar una mayor plenitud humana, derecho de participar de acuerdo en sus capacidades, derecho a convivir en orden y derecho a la intimidad. Obviamente compensados con el deber de actuar en congruencia, asumiendo las consecuencias lógicas de sus actos, ya sea en el cumplimiento o en la transgresión de sus deberes. FORTALEZA Esta virtud admite que el hombre es vulnerable. Tanto la Fortaleza como la Templanza suponen la debilidad del hombre y la existencia del mal que hacemos o que padecemos. La función de esta virtud es el combatir este mal, nos ayuda a resistir y a cometer en situaciones dolorosas. Consiste en aceptar el riesgo de sufrir o ser herido por la realización del bien. No es el peligro lo que busca, sino la realización del bien que la razón le demuestra. La Fortaleza le exige al hombre lo más difícil, sin embargo no es la dificultad ni el esfuerzo lo que constituyen la virtud, sino únicamente la consecución del bien. La Fortaleza se subordina a la Prudencia y a la Justicia: es una entrega de sí mismo de acuerdo con lo que dicta la razón. Supone el temor del hombre al mal y el hacerle frente presenta los dos actos capitales de la fortaleza: Resistir y Acometer. El acto más propio de la Fortaleza es el resistir y exige una enérgica actividad, un valeroso acto de perseverancia en la adhesión y obtención del bien. Y en el acometer, ayuda la iniciativa y la perseverancia. Otros ingredientes necesarios son la paciencia, que significa no perder la serenidad; la confianza que el hombre pone en sí mismo. Es la virtud de los convencidos capaces de luchar por un ideal. Como cristianos, es hacer por amor las pequeñas cosas de cada día; que en cada cosa que tenemos que lograr, pongamos todo nuestro esfuerzo. Si tenemos clara la idea de la necesidad de formar a nuestros hijos, ¡a luchar! entonces por eso aún en contra de mi cansancio, de mi irritabilidad o de la búsqueda de mis propios intereses. Qué importante es enseñarles a esforzarse, a dominarse por lograr el bien; que sepan reconocerlo a pesar de las influencias de su propio medio, a resistir las tentaciones y a luchar por lo que quieren conseguir. ¿Qué podemos hacer como padres por nuestros hijos? · Dejarlos luchar contra la frustración, no resolverles mágicamente sus problemas. · Enseñarles a controlar sus impulsos. · Retrasar los satisfactores inmediatos. · Cumplir hasta el final con sus tareas asignadas. · Practicar algún deporte. · Enseñarles a decir que no ante un peligro. · No decirles siempre que sí ni ceder a sus caprichos. · Permitirles medir las consecuencias de sus actos. · Evitar sobreprotegerlos. · Permitirles la iniciativa. · Educar en la perseverancia, de hábitos y de actividades. Los tres vicios que se oponen a la Fortaleza son: 1. El temor. Se contrapone al valor que tenemos que tener para atacar (la injusticia, por ejemplo). Cuántas veces, por el temor al rechazo social, los jóvenes son incapaces de luchar por sus valores. 2. La osadía. Cuando actuamos con osadía, no tenemos prudencia, no medimos el riesgo. Es el acometer, simplemente por el acometer mismo, sin un bien ulterior buscado. 3. La indiferencia. Por no reconocer el deber de mejorar o por no querer enterarse de las influencias perjudiciales, adoptan una actitud pasiva, cómoda o perezosa. Por lo que debemos: * Proporcionar a nuestros hijos posibilidades, no sólo para que hagan un esfuerzo, sino para que aprendan a resistir. * Estimularlos para que por su propia iniciativa, emprendan caminos de mejora que supongan un esfuerzo continuado. * Enseñarles la congruencia entre lo que creen y lo que hacen, a pesar del medio en que se desenvuelven. * Como padres, formarnos y superarnos continuamente, poniendo ejemplo de lucha diaria por un ideal. El desarrollo de esta virtud les dará la fuerza interior para sobrevivir como personas, reconociendo la situación que los rodea, tanto para resistir como para acometer, haciendo de sí mismos personas sin miedo al dolor. Hombres y mujeres que saben sufrir callando, que no buscan la compasión, sin miedo al sacrificio o a la lucha, que no se rinden ante las dificultades, sin miedo al miedo, sin timideces ni complejos imaginarios, incompatibles con la frivolidad, que no se escandalizan con lo que ven ni oyen. En una palabra, personas enteras. TEMPLANZA La templanza tiene un sentido y un fin: poner orden en el interior del hombre, de donde brota la tranquilidad del espíritu. Se refiere al orden en el propio yo. Lo que distingue a la templanza de las demás virtudes es que opera exclusivamente sobre el sujeto que actúa; se revierte sobre la persona misma. La tendencia natural hacia el placer sensible (que se obtiene en la comida, la bebida, la inclinación sexual), es el reflejo de las fuerzas naturales más potentes que actúan en la conservación del hombre. Cuando se desordenan pueden sobrepasar a las otras energías en forma destructora. La templanza regula el orden y medida de estas tendencias naturales. Así, aparece como castidad, sobriedad, humildad y mansedumbre; en contra de la lujuria, el desenfreno, la soberbia o la cólera. La falta de templanza descompone la estructura moral de las personas. La virtud que se ve más afectada es la prudencia, ya que provoca una especie de ceguera del espíritu que incapacita para ver el bien y quita la fuerza de voluntad. La templanza prepara a la inteligencia y a la voluntad para captar la verdad y el bien y capacita para la entrega en el amor. Unicamente por la templanza se llega al goce de las cosas sensibles, sin reducirlos a su propio placer. La castidad modera el instinto sexual por medio de un orden dictado por la razón. La sobriedad distingue entre lo razonable y lo inmoderado en cuanto al uso del dinero, del tiempo y del esfuerzo, de acuerdo con criterios rectos y verdaderos. Se consigue un autodominio. La humildad implica reconocer nuestros propios límites, aceptar una realidad primaria y definitiva, aceptar la condición del hombre de “ser creado”. La humildad no es otra cosa que la verdad. Está acompañada de la magnanimidad, es decir, el ser capaz de aspirar a lo extraordinario y hacernos dignos de ello; y no porque confiemos en nuestras propias fuerzas, sino porque el hombre se abandona en la fuerza de Dios. La mansedumbre hace al hombre dueño de sí mismo, debilita la fuerza de sus pasiones, modera la ira y la ordena según la razón. La ideología del mundo de hoy nos pone, y sobretodo a los jóvenes, una gran cantidad de estímulos en pro de la satisfacción de sus deseos, ya sea vía placer o consumismo. Suele tomar frases como: · “¿Qué hay de malo en pasarla bien?” · “Si yo trabajo, porqué no gastar mi tiempo y dinero como quiero...” · “Cuando me divierto, no le hago daño a nadie...” · “La moda es...” No se trata de censurar esta actitud, sino de buscar un fin más importante que rija el modo de actuar del ser humano. Que no se quede en el actuar sólo por el placer. No se trata de no hacer daño solamente, sino de hacer el bien, gastar el dinero en nuestro bien y el de los demás. La “moda” no es justificación suficiente para dejar de lado las decisiones personales, sólo por el hecho de no ser diferente y de quedar aislado. La sociedad de consumo hace difícil distinguir entre lo necesario y lo superfluo y nos crea necesidades. El hombre sobrio no se engaña, disfruta de lo que tiene pero no se ata a ello. Controla sus pasiones sin permitir que sus caprichos lo controlen a él. Vivir la sobriedad con alegría reflejará el testimonio que de esta virtud demos a los hijos: enseñarles a valorar lo que tienen y el esfuerzo que supone conseguirlo. Si se entiende al trabajo únicamente como una manera de ganar dinero, es probable que la finalidad del tiempo libre sea gastarlo. De ahí la revalorización que debemos hacer no sólo del trabajo, sino del uso de nuestro tiempo. ¿Cómo educar esa sobriedad? Enseñándoles: 1. A valorar lo que poseen y lo que pueden poseer. 2. A dominar sus caprichos con alegría. 3. A reflexionar el porqué de sus gastos. 4. La importancia que tiene no estar atado al placer. 5. A controlar ciertas apetencias. 6. Ideales elevados que lleven a una satisfacción profunda, en lugar de buscar lo superficial. 7. A actuar congruentemente con lo que perseguimos con voluntad. 8. Que nuestros reconocimientos a sus logros no son materiales. En conclusión, algunos objetivos educativos que se derivan de cada virtud, se resumen en el siguiente cuadro:

sábado, 12 de enero de 2008

Los Tres primeros principios

Los tres «primeros principios»

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de que pretenden ignorarlo, con más o menos consciencia (es un primer indicio de que educamos «más bien mal»). Con todo, esta especie de resistencia resulta comprensible. Y es que la misión paterno-materna de educar no es nada sencilla. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables, y hoy, si cabe, más agudizados. Por tal motivo, antes de señalar algunas de esas dificultades, copio el diagnóstico de la (disminución de la) «capacidad educativa» de la familia media actual, realizado por Fernando Sebastián. Aunque las reflexiones establecen como punto de partida la enseñanza de la fe en el seno del hogar cristiano, pienso que constituyen una buena toma de contacto con el problema en su conjunto: «El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que, en realidad, la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad ni las del padre ni las de la madre. Hay además un concepto equivocado de la educación, que favorece comportamientos equivocados. El objetivo de una buena educación no es que el hijo “esté contento”, que no le falte nada, sino que se desarrolle como persona en el conocimiento y en su comportamiento, en sus convicciones y sus actitudes, enriquecido con las virtudes cardinales y teologales. […] Para que una persona perciba la llamada de la fe y la acoja positivamente hace falta que tenga una actitud vital determinada: que esté abierto a los mensajes de la realidad y no esté encerrado en el mundo estrecho de sus gustos, de sus preferencias, que se sienta recibido en un mundo más amplio que él, que no se sienta el centro del mundo, que no esté cerrado sobre sí mismo, ni por egoísmo, ni por temor o resentimiento. Para dar el paso de la fe hace falta sentir y vivir la realidad como un seno acogedor, amable, en el que nuestra vida tiene que ser posible, en donde podemos vivir seguros. Hace falta además vivir la propia vida como respuesta, con responsabilidad frente a la realidad, a nuestra realidad y la realidad de los demás, hace falta percibir y vivir la propia libertad como respuesta positiva a una realidad buena y acogedora, y hace falta que seamos sensibles al don del amor y a la interpelación del amor, “vivimos del amor de los demás, pero a este amor tenemos que responder lealmente con más amor”. Estas actitudes de realismo, responsabilidad, generosidad son fruto de una buena educación. La renuncia a educar puede privar de estas disposiciones a un hijo desde sus primeros años. Quien ha crecido encerrado en el gusto de las propias apetencias, sin sentir el valor de la vida como don y respuesta en el amor, será incapaz de entender lo que es “creer” en Dios, ni creer en nadie. Hace falta percibir las consecuencias de una vida dialogante, compartida, recibida. Cuando un niño sabe que vive del amor de los demás, y que el amor recibido merece y reclama una respuesta de amor, entenderá mejor las explicaciones y los testimonios acerca del buen Padre de Dios y de la necesidad de tenerle en cuenta en su vida.» Y paso ahora a exponer algunos de… Los contrastes 1. A lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo —único e irrepetible, en virtud de su condición personal— tal como es, aun cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga mal». (Tal «antipatía» —e incluso un inicial rechazo— no debería asustar a nadie, pues es perfectamente humana y compatible con el amor más puro, que reside en la voluntad y no es propiamente un sentimiento. Y esto, tanto de manera habitual, que habrá que intentar vencer, como en momentos de particular enfado. En un estupendo escrito sobre educación, Nancy Samalin recuerda que bastante a menudo «… los padres normales se enfurecen con sus hijos normales. Es inevitable llegar a sentir una rabia intensa hacia los niños, con independencia del amor que sintamos hacia ellos.») 2. Han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente. 3. Respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer… ¡siempre!, superando todo afán de posesión y sobreprotección; pero, a la vez, deben guiarles y corregirles. 4. Ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento y su autoestima… ¡y su capacidad de desenvolverse en la vida, sin depender siempre de sus mayores! 5. Y otro sinfín de dificultades y de aparentes contradicciones que sería largo enumerar y que irán apareciendo a lo largo del escrito. Una primera aproximación se encuentra en estos sensatos párrafos de Murphy-Witt, que no tienen desperdicio: «En la actualidad, los niños ya no crecen espontáneamente. Han cambiado demasiadas cosas en nuestra sociedad. No hace mucho tiempo se decía: “Lo que llegue, bien recibido será”. Pero hoy en día prácticamente no quedan familias con una visión tan distendida. Abuelas que prefieren viajar por todo el mundo en lugar de ocuparse de sus nietos, pisos pequeños y condiciones adversas para los niños, falta de oferta para cuidarlos y una presión continua, tanto en términos de tiempo como de rendimiento, para combinar trabajo y familia: ¡los padres de hoy en día no lo tienen precisamente fácil! No solo falta un apoyo útil, sino que también la vida diaria de las familias es cada vez más complicada: comida rápida y falta de ejercicio físico, culto a las marcas y consumismo, televisión publicitaria y videos violentos, Internet y juegos de ordenador, conductas agresivas en el parque y mobbing en el colegio, dificultades para leer y déficit de atención, trastornos alimentarios y éxtasis: el mundo de nuestros hijos es multiproblemático. En este contexto nuestros retoños necesitan una buena línea directriz, instrucciones intensivas y pautas inamovibles para encontrar su camino. La responsabilidad que los padres tienen sobre sus hombros es grande. Se exige mucho de las madres y los padres, más bien un trabajo a tiempo completo que una ocupación temporal. Muchas parejas jóvenes opinan que se puede ir aprendiendo sobre la marcha, que se consigue de algún modo. Pero, por desgracia, las cosas se tuercen con demasiada frecuencia. Cada vez más familias se ven atrapadas en el estrés de la educación. Los problemas se convierten en dominantes y las disputas continuas envenenan el ambiente en el hogar. Año tras año aumenta la demanda de asesoramiento educativo. Y cada vez hay más familias que no pueden solucionar solas sus conflictos.» Más escueto, pero también más esencial, es el panorama que ofrece Diego Macià: «La tarea de educar supone esforzarse por comprender, respetar y enriquecer al “otro” y esto en una sociedad como la nuestra, siempre con prisas, dificultades de comunicación, horarios de trabajo incompatible con los hijos, etc., no siempre resulta fácil. De hecho, parte del precio que estamos pagando los seres humanos por el progreso de nuestra sociedad es dejar en segundo plano las relaciones amorosos entre padres e hijos, fundamentales para que estos alcancen una personalidad madura e independiente.» Y que, como es lógico, concuerda casi a la letra con el de otros dos especialistas en psicología y educación (Fernández Millán y Buela-Casal): «Si algo es importante en la educación de los hijos, es conocerlos y que ellos conozcan a sus padres. Desgraciadamente la sociedad en la que vivimos nos roba una gran parte del tiempo que deberíamos usar para hablar entre los miembros familiares; tiempo que empleamos en el trabajo, el desplazamiento, la televisión, etc. Se ha dejado de contar cuentos a los más pequeños o trasmitir las historias de nuestros antepasados (es sorprendente como muchos niños apenas conocen la vida de sus abuelos), las sobremesas son fugaces o individuales, llegamos muy cansados del trabajo o el hijo debe de hacer los deberes de clase…, hay miles de excusas para no sentarse y dialogar, empezando por escuchar.» De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto Capacitarse En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos o de alto riesgo. No ocurre así ni en la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el diseño; tampoco en medicina, arquitectura, ingeniería, informática, derecho, en la carrera militar o política, en la administración o en el seno de una empresa… ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una profesión convencional? Da la impresión de que no, sino más bien al contrario: en fin de cuentas, educar es poner los medios para que una persona llegue a ser feliz, y ¿existe algo de más trascendencia que «eso»? ¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque se pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse, ejercitarse… como confirman justamente los artistas que en apariencia trabajan sin apenas esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo (en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha llevado consigo. Cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo suele encerrar en su seno Llegar al fondo Por otro lado, aprender el «oficio» de padre y educador no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles. Tales recetas y técnicas no existen. Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida —¡ser de su propio ser!—, para con ellos, y casi sin necesidad de deliberaciones, encarar la práctica diaria. Y no se trata, tampoco, de una labor sencilla: comporta mucha atención a los hijos, mucha reflexión y cambio de impresiones de los esposos entre sí… y mucho sacrificio para saber prescindir del propio bienestar —incluso del necesario y no caprichoso— en pro del bien de los hijos. Tal como explica Macià, «… educar en el sentido más amplio es, sin duda, una tarea compleja. Educar de forma responsable a los hijos requiere responsabilidad, respeto, conocimiento y ejemplo. Ser padres es una oportunidad maravillosa que nos proporciona la naturaleza, pero es también “un oficio”, “una profesión” que hay que aprender. Por tanto, requiere de un proceso de instrucción que supone reflexión, adquisición de conocimientos teóricos y puesta en práctica de los mismos. El oficio de ser padres se puede aprender y mejorar.» Una mejora y aprendizaje que se resume en lograr que, de forma espontánea y habitual, impere la siguiente máxima: El tú de la persona amada debe prevalecer siempre sobre el propio yo: ¡he aquí la regla de oro de toda labor educativa, de la vida entera… y de la auténtica felicidad! Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando, el más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación. En la confluencia de tres amores Si planteamos el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo término y misión —amar (amar ¡bien!)—… y en los dos corolarios que de ahí se siguen: 1. ¡Aprender a amar inteligentemente!, sin nunca, nunca, dar por supuesto que uno ya sabe hacerlo, en contra de lo que a menudo sucede («… el amor debe ir a la escuela», me gusta recordar con Benavente). 2. Y sin imaginar tampoco que va a lograrlo como por arte de magia, sin poner de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor (lo cual supone, como vengo diciendo, esforzarse por ser mejor persona). 1. Amor a los hijos El requisito ineludible La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos: querer efectiva y eficazmente su bien, el de «cada uno de todos» ellos. Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Algo similar sostienen Charles y Laura Robinson, animando a los padres a asumir su tarea educadora: «Podéis hacer de ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el gran impulso inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano tendrá que constar, en buena parte, de una gran dosis de amor. Porque el amor es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para equilibrar y potenciar a los hombres.» Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento indispensable de un amor auténtico y cabal… y hondamente enraizado en lo más íntimo de nuestro ser. [Esto se aplica tanto a los padres como a los educadores «de profesión»: maestros y profesores. Así lo muestran las siguientes palabras de Francisco Gómez Antón, Catedrático con muchos años de experiencia universitaria. Cuando le preguntaron por el «secreto» de su triunfo en las aulas, contestó: «Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos».] Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero amor a sus hijos Amor clarividente… ¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño —justo por su condición de persona— es una realidad absolutamente irrepetible», distinta de todas las demás. Antes que nada, en contra de lo que implícitamente pensamos… o ni siquiera pensamos, pero guía a menudo nuestros comportamientos, estamos ante un niño: no ante una suerte de mini-adulto o de adulto virtual y en construcción, que necesita ser tratado «como si fuera mayor» para lograr la plenitud que le corresponde… ¡o para que no turbe la tranquilidad en que nos hemos instalado! Parece absurdo decirlo y, sin embargo, resulta de capital importancia: un niño es… un niño. Y tiene el derecho y el deber de vivir como niño, justo para después dejar de serlo y transformarse en el varón o la mujer cumplidos, a través de ese amargo trago en que nos empeñamos que sea la adolescencia. El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio —también el propio cuerpo— como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño, y un muy extenso etcétera. Y respetuoso Y los adultos, en lugar de agostar esa condición con nuestras pretensiones «de mayores», deberíamos dedicarnos a contemplarlo, para aprender de él —más a menudo de lo que suponemos— en qué consiste ser humanos (aunque también sin ingenuidades a lo Rousseau). Lo sostiene, bella y agudamente, Bartolomé Menchén: el «… estudio del hombre en la etapa inicial de su vida […] nos indica —con sus capacidades y sus necesidades— el camino adecuado para su educación, o, mejor dicho, para su formación. Porque para poder acertar a guiarle, hay primero que dejarse guiar por él; es decir, observarle con atención para ayudarle a desarrollar sus capacidades y poder responder a sus necesidades.» Y concreta después: «… todo lo que sé de importancia sobre los niños lo he aprendido de ellos; y podría decir, también, que observándolos y reflexionando he aprendido muchas cosas sobre mí. La relación con los hijos hace profundizar enormemente en el conocimiento de quiénes son ellos y quiénes somos nosotros.» Ideas similares a las que resume, con plasticidad un tanto agresiva, Murphy-Witt: «Los niños no son pequeños adultos. Esto es algo que los padres olvidan a veces, por desgracia. Sobre todo cuando su retoño es tranquilo, está adaptado y da pocos problemas, lo desbordan rápidamente con una ración demasiado grande de vida adulta: mundos relucientes de consumismo en lugar de un espacio para jugar, espacios de cemento en lugar de experiencias en la naturaleza, restaurantes ruidosos en lugar de comidas agradables en la mesa familiar. Conversaciones de adultos en lugar de amigos de la misma edad. Todo ello exige demasiado de los pequeños. No pueden explotar su afán natural por moverse, no se pueden manchar, los visten con ropa de moda con la que no pueden andar dando saltos, tienen que estar sentados en un rincón callados. Cuando no hay otra posibilidad, los sientan delante del televisor o de un video. Así por lo menos dejan de molestar. De este modo, los padres tienen siempre a un niño limpio y pulcramente vestido que los sigue. Sin embargo, estas condiciones vitales no son en absoluto adecuadas para los niños. Después, que no se sorprendan mamá y papá cuando en algún momento su retoño salga de la jaula de oro y quiera ser un niño de una vez.» Y concluye, con buen humor: «Así pues, ¡se acabó la obligación de tener que jugar al miniadulto! Los niños se hacen mayores y se ven enfrentados a la cruda realidad. Concedámosles tantos hermosos días y experiencias infantiles como sea posible. Dejemos que jueguen, correteen y también se ensucien en función de su edad. A arreglárselas en el mundo de los adultos tienen que aprender de todos modos bastante pronto.» El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño… Que no siempre lo es Mas, como veremos más tarde, es frecuente que los adultos, después de sofocar al niño que debería pervivir en nosotros —y precisamente por ello—, impidamos a nuestros hijos vivir su infancia como tal. En este contexto pueden leerse las advertencias de Robinson: «Todo ser humano tiene también su marcha, su velocidad de crucero. Como padres, tenéis que conocerla bien y luego tratar de lanzarles a esa velocidad, pero sin pretender forzar su marcha. Forzar su marcha sería insensato. No conseguiríais otra cosa que estropear su maquinaria y dejarles expuestos a serias averías.» Aunque más directa resulta, de nuevo, la exposición de Menchén: «Os preguntaba por vuestra infancia —observa, en un diálogo imaginario—, porque la madurez humana consiste en ir pasando de una etapa a otra de la vida llevando con nosotros los mejores recuerdos; lo que es tanto como decir que no son imágenes de un pasado que se fue, sino momentos constituyentes de nuestra personalidad, de nuestro ser más profundo, y que están presentes en la actualidad. Si fuimos auténticamente niños nunca dejaremos de serlo.» Y no solo por los recuerdos, me atrevería a añadir, sino por el conjunto de hábitos que únicamente en la infancia pueden forjarse. De ahí que quepa proseguir: «… todos hemos sido niños, pero se puede decir de algunas personas que no han tenido infancia.» Y explicar, con sugerente metáfora: «La armonía afectiva y espiritual es el eco que va resonando en el interior del niño al compás de las acciones que va realizando; y esos ecos interiores tienen que ser ordenados, matizados, amplificados o moderados por los padres. Va surgiendo así una maravillosa melodía. De otra forma, serán sonidos inconexos o ruidos que se lleva el viento. La armonía afectiva y espiritual del niño necesita de unos maestros músicos, que son los padres. Si me permitís seguir con el símil de la música, os diría que al pentagrama en blanco de la vida del niño van llegando todo tipo de notas que, si no se integran en una melodía, se pierden en gran parte; y, así, cuando crecemos, desaparece la música de nuestra infancia.» Para concluir: «Viendo el modo de hablar y actuar de muchas personas adultas, metidas en un mundo de ambiciones demasiado humanas, de ansias de poder y dinero, es difícil descubrir en ellas a los niños que fueron, quizá porque los adultos les ayudaron muy poco a serlo.» Y si no le permitimos ser niño durante su infancia, es muy probable que el resto de su vida arrastre ese déficit, que, en ocasiones, le impedirá incluso ser un joven y un adulto cabal Amor, por tanto, clarividente y respetuoso Por otro lado, admitida, fomentada y consolidada su condición infantil, jamás se tratará de un caso más entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese presunto «caso» concreto. Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los chicos, teniendo en cuenta que lo que en este preciso instante puede resultar oportuno e incluso imprescindible para uno de ellos, en otro momento y en otra situación ha de ser evitado a toda costa… para ese mismo hijo. Pero solo el amor permite conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura y tratarlas en consecuencia. Solo el amor permite «andarse con contemplaciones» —conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora— y actuar de acuerdo con ese conocimiento Jugar las mejores bazas… De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de las claves más importantes de la educación. Lo que suele llamarse «educar en positivo», cuyo principio fundamental consiste quizá, una vez anclados con fuerza en la condición personal de cada uno de ellos, en: 1. Descubrir y, si es necesario, poner por escrito —con sus nombres propios, para que queden bien claras y para repasarlas y perfilarlas todavía más cuantas veces fuere conveniente—, las cualidades que sus hijos ya poseen y deben ser potenciadas. 2. Procurar no insistir monótona, reiterativa y exclusivamente: 2.1 En la corrección de sus defectos. 2.2. O en los que lleva anejos el papel o función en que —siguiendo una mala costumbre tremendamente extendida— lo hemos encasillado: tozudo, holgazán, manazas, payaso, desordenado, cachaza, intransigente, protestón, desaliñado… (Defectos que, precisamente por serlo, resultan difíciles de vencer. Atender, por el contrario, a sus puntos fuertes, y solicitar en esos campos mejoras asequibles, permitirá a los chicos: 1. Ir obteniendo pequeñas victorias, con la alegría que a ellas va aparejada. 2. Aumentar de esta forma la propia estima y las ganas de luchar. 3. Ponerse, con el crecimiento conjunto de su persona, en condiciones de superar unos defectos que antes eran invencibles.) De igual modo, el amor llevará a los padres a advertir el momento más adecuado para «estar» —de forma más o menos activa, o simplemente «estar»— y para «desaparecer», para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas… con su propia intimidad; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente a aquellas otras en las que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza y una pizca de agresividad fingida… Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan irreemplazables: porque solo quien ama con locura —incondicional, incondicionada e incondicionablemente— es capaz de descubrir los tesoros inauditos de grandeza que cualquier persona encierra en lo más íntimo de su ser y prestarle el vigor y el apoyo imprescindibles para hacer que despunten, se desarrollen, maduren y alcancen su plenitud. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres» Pues nadie lo hará en nuestro lugar… Como ya apunté, la experiencia muestra que normalmente insistimos más en los defectos de nuestros hijos que en sus atributos positivos. Escribe Nancy Samalin: «Nosotros nos fijamos demasiado en las correcciones rojas del trabajo de Historia, en la palabra mal escrita, en el resultado equivocado del problema de Matemáticas o en los acentos que faltan. Tenemos la costumbre de fijarnos en lo "malo", en lugar de hacerlo en lo "bueno", de nuestros hijos, no solo en el ámbito escolar, sino también en otros aspectos de la vida. Si usted es capaz de romper este esquema […] y fijarse en lo positivo, su hijo mostrará una mayor motivación, cooperación y seguridad en sí mismo.» Y algo semejante suelen hacer los demás: casi sin pretenderlo, advierten lo más negativo. Una de las más tristes consecuencias de este modo de obrar es que los chicos pueden pasar muchos años ignorando no solo su grandeza constitutiva e inalienable —¡amigos potenciales de Dios!—, sino también aquellas cualidades en las que, con un mínimo de esfuerzo, podrían sobresalir y apoyarse para mejorar el conjunto de su persona. Lo ilustran estas sensatas —y tal vez un tanto excesivas— reflexiones de Faber y Mazlish: «Parece ser que elogiar un comportamiento cabal no brota espontáneamente. La mayoría de nosotros somos prontos en criticar y tardos en aplaudir. Como padres, tenemos la obligación de invertir ese orden. […] El lector habrá constatado que el mundo exterior no es muy proclive a las alabanzas. ¿Cuándo fue la última vez que otro conductor le dijo: “Gracias por ocupar solamente una plaza de aparcamiento. Así cabrá también mi coche”? Nuestros esfuerzos de colaboración se dan por sentados. Si en cambio sufrimos un desliz, la condena será virulenta. Seamos diferentes en nuestros hogares. Recordemos que además de proporcionarles alimento, refugio y vestido, tenemos otro deber con nuestros hijos, y es consolidar sus mejores “atributos”. El mundo entero les afeará los defectos, con vigor e insistencia. Nuestra función es darles a conocer su parte buena.» Y resulta imprescindible «El hombre —apunta de nuevo Robinson— es un ser que necesita absolutamente del aprecio de los demás. Esta sensación íntima de que uno es acogido y estimado es un artículo de primera necesidad para el ser humano; lo mismo que el aire, el agua, el alimento y el calor.» Y precisa, certeramente: «La aprobación debe estar más dirigida a aquellos que más necesitan de ella y en aquellos sectores que la necesitan. A un muchacho que suele traer malas notas, el saber apreciar las veces que las trae buenas, será acertar en una de las teclas más profundas de su espíritu, será, quizá, remover un desánimo persistente y profundo, abrirle una hermosa esperanza, afirmarle en la confianza en sí mismo. El alabar con oportunidad la superación, siquiera sea momentánea, de un defecto, será más eficaz que reprimendas y muchos castigos.» Insistir en sus defectos e ignorar sus cualidades puede llevar al niño a desconocer cuáles son las auténticas armas con las que cuenta para desarrollarse y triunfar en la vida 2. Amor mutuo Amor entre los cónyuges La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí (es decir, como esposos). «Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…» Expresiones como esta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que parecen volcarse sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes y vitaminas, juegos más y más sofisticados, vestidos y demás prendas de marca, vacaciones junto al mar o en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de precio, resolución de problemas o de gestiones que deberían realizar los hijos, trasportes en coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos… como esposos (repito con plena voluntariedad, pues solo luchando por mejorar su condición de esposos podrán llegar a ser buenos padres). El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y el mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas que engendraron al hijo: el amor de los esposos Sentirse protegidos y tener un punto de referencia Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras. Además, cualquier chico o chica necesitan un modelo vivo al que imitar, aunque sea remotamente y de acuerdo con sus propias peculiaridades, para poder desplegar las riquezas de su propia personalidad. Por eso, cada uno de los esposos ha de empeñarse en un combate constante de mejora personal, según antes apunté, al que los hijos puedan contemplar y referirse; y, como fruto de su amor recíproco, debe asimismo: 1. Mostrar con delicadeza, también para que los chicos lo adviertan, el cariño hacia su marido o su mujer (probablemente nada resulte más gratificante y educativo para un hijo que advertir cómo se quieren sus padres). 2. Y, además, y como consecuencia: 2.1. Engrandecer la imagen del otro ante los hijos. 2.2. Evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge. Promover el amor de cada hijo hacia el otro cónyuge Lo anterior puede concretarse, de momento, en los siguientes preceptos. Desde que los críos son muy pequeños: 1. Además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, con gestos y palabras («nunca agradeceré lo bastante a mis padres el que se besaran con cariño delante de mí», me comentaba el otro día una chica de unos 25 años). 2. Los padres han de prestar atención: 2.1. A no hacerse reproches mutuos ni comentarios irónicos delante de ellos . 2.2. A no permitir uno lo que el otro prohíbe (la pregunta refleja, ante una consulta del hijo o la hija ha de ser: «¿qué te ha dicho papá o mamá?», aunque luego, si opinaran de manera distinta, deban hablar a solas para ponerse de acuerdo). 2.3. A evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño, que le llevaría a desconfiar del otro cónyuge: «esto no se lo digas a papá o a mamá», etc. Cualquier ruptura o disminución de la armonía entre los cónyuges, cualquier asomo de acritud, es inmediatamente advertido por los hijos, hace que les falte el aire que respiraban y provoca, junto a indecibles sufrimientos normalmente inconfesados, una detención o una contrahechura en su desarrollo personal. Espléndida es la explicación de Menchén: «El problema es que a los niños pequeños las desavenencias de los padres les generan inseguridad. No tienen capacidad de intervenir en una situación que les desconcierta y se encierran en sí mismos. Si las riñas son frecuentes, les costará abrirse a sus padres con sencillez porque aprecian una cierta amenaza que no saben identificar. La cuestión es aún peor si piensan que ellos son la causa de los problemas. El equilibrio del niño se empieza a romper. Por el contrario, cuando la relación de los padres es profundamente cordial, los hijos se manifiestan —cada uno según su carácter— con gran espontaneidad y alegría.» Al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama otra protección y alimento sin los que no podría crecer y desarrollarse: los que originan el padre y la madre al quererse de veras 3. Enseñar a querer Principio y meta Como acabamos de ver: 1. El principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como consecuencia de ese amor, que quieran de veras a sus hijos. 2. El fin o meta de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad más propia y que más perfecciona a cualquier persona y, como consecuencia, la que los hará feliz. Lo expresan con hondura y fluidez Charles y Laura Robinson: «Amar a los demás es lo más grande y lo más importante que puede hacer un ser humano en toda su vida. Fomentar y desarrollar en vuestros hijos la capacidad de amar es llevarles a la cumbre de su personalidad. Todas las demás capacidades y cualidades tendrán sentido si ese ser humano sabe amar. Si no es capaz de amar mucho a sus semejantes, las demás cualidades que posea se insertarán en su egoísmo y harán de él un inadaptado, un fracasado, quizá un tirano, un criminal, un monstruo.» Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar: pues no es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad. Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar Un ser-para-el-amor Según afirma Philippe, «en el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado.» A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser» (es decir, el amor recíproco de nuestros padres). Y, en cierto modo como resumen, y en la esfera de la gracia, explica Alfonso María de Ligorio: «¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que solo una cosa es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las dignidades, ni ganar reputación de sabio; una soca cosa es necesaria: amar a Dios y cumplir su voluntad. Para este único fin nos creó y conserva la vida, y solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso.» Todo el esfuerzo educativo de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a desterrar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros. Solo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón… con objeto de que, al término de nuestro paso por este mundo, «nos quepa más Dios en él» y seamos, consiguientemente, mucho más dichosos. El empeño educativo de los padres ha de dirigirse a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta Educar para la felicidad Con otras palabras. Pese a cualquier apariencia en contrario, la felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en obras: 1. Quien ama mucho, es muy feliz. 2. Quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa. 3. Y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los restantes aspectos de la existencia humana, será un auténtico desgraciado… aunque a veces pretenda encubrirlo o negarlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que llevan una vida insufrible! De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener, con expresión que casi nunca se cita literalmente (yo tampoco lo hago ahora): «En el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada más! El amor encarnado En conclusión-conclusión: cualquier acción educativa tendrá validez en la exclusiva medida en que el motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer, de lo que uno realiza u omite, sea: 1. Un amor auténtico e inteligente hacia la persona que se pretende formar. 2. O, con otras palabras, el bien real de esa persona. 2.1. Que siempre habrá de prevalecer sobre el nuestro. 2.2. Y que consiste, a su vez, en que el ser querido esté más pendiente del bien de los demás que del suyo propio… y no en un sinfín de concesiones que interpretamos como signo de amor, pero que no son sino trampas en las que caemos con más o menos conciencia y con más o menos dosis de egoísmo y comodidad. Certeros y templados, también por caminar contracorriente, me parecen los siguientes juicios: «Los padres que adoptan un igualitarismo exagerado, o una permisividad excesiva (“¡Ya es mayor para hacer lo que quiera!, ¡cada uno es libre de tomar sus propias decisiones!”), no proporcionan a sus hijos la clase de apoyo que necesitan. Muchos padres adoptan esta actitud al no sentirse comprometidos ni implicados en la educación de sus hijos (padres despreocupados, negligentes o con pocos recursos educativos), otros a causa de nociones deformadas (¡y muy extendidas!) de cómo debe establecerse la relación padres-hijos. En familias de clase media se incrementa el riesgo de que los adolescentes presenten conductas socialmente desviadas, consuman drogas, etc., cuando los padres se declaraban partidarios de valores como la individualidad, la comprensión de sí mismo, la disposición a aceptar cualquier innovación, la necesidad del igualitarismo en la familia, pero que realmente utilizaban dichos valores para eludir sus obligaciones de la responsabilidad educativa que corresponde a los padres.» El bien más radical de cualquier persona —lo que la perfecciona y hace feliz— consiste en que, olvidada de sí, se ocupe de procurar el bien a quienes la rodean