sábado, 12 de enero de 2008

Los Tres primeros principios

Los tres «primeros principios»

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de que pretenden ignorarlo, con más o menos consciencia (es un primer indicio de que educamos «más bien mal»). Con todo, esta especie de resistencia resulta comprensible. Y es que la misión paterno-materna de educar no es nada sencilla. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables, y hoy, si cabe, más agudizados. Por tal motivo, antes de señalar algunas de esas dificultades, copio el diagnóstico de la (disminución de la) «capacidad educativa» de la familia media actual, realizado por Fernando Sebastián. Aunque las reflexiones establecen como punto de partida la enseñanza de la fe en el seno del hogar cristiano, pienso que constituyen una buena toma de contacto con el problema en su conjunto: «El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que, en realidad, la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad ni las del padre ni las de la madre. Hay además un concepto equivocado de la educación, que favorece comportamientos equivocados. El objetivo de una buena educación no es que el hijo “esté contento”, que no le falte nada, sino que se desarrolle como persona en el conocimiento y en su comportamiento, en sus convicciones y sus actitudes, enriquecido con las virtudes cardinales y teologales. […] Para que una persona perciba la llamada de la fe y la acoja positivamente hace falta que tenga una actitud vital determinada: que esté abierto a los mensajes de la realidad y no esté encerrado en el mundo estrecho de sus gustos, de sus preferencias, que se sienta recibido en un mundo más amplio que él, que no se sienta el centro del mundo, que no esté cerrado sobre sí mismo, ni por egoísmo, ni por temor o resentimiento. Para dar el paso de la fe hace falta sentir y vivir la realidad como un seno acogedor, amable, en el que nuestra vida tiene que ser posible, en donde podemos vivir seguros. Hace falta además vivir la propia vida como respuesta, con responsabilidad frente a la realidad, a nuestra realidad y la realidad de los demás, hace falta percibir y vivir la propia libertad como respuesta positiva a una realidad buena y acogedora, y hace falta que seamos sensibles al don del amor y a la interpelación del amor, “vivimos del amor de los demás, pero a este amor tenemos que responder lealmente con más amor”. Estas actitudes de realismo, responsabilidad, generosidad son fruto de una buena educación. La renuncia a educar puede privar de estas disposiciones a un hijo desde sus primeros años. Quien ha crecido encerrado en el gusto de las propias apetencias, sin sentir el valor de la vida como don y respuesta en el amor, será incapaz de entender lo que es “creer” en Dios, ni creer en nadie. Hace falta percibir las consecuencias de una vida dialogante, compartida, recibida. Cuando un niño sabe que vive del amor de los demás, y que el amor recibido merece y reclama una respuesta de amor, entenderá mejor las explicaciones y los testimonios acerca del buen Padre de Dios y de la necesidad de tenerle en cuenta en su vida.» Y paso ahora a exponer algunos de… Los contrastes 1. A lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo —único e irrepetible, en virtud de su condición personal— tal como es, aun cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga mal». (Tal «antipatía» —e incluso un inicial rechazo— no debería asustar a nadie, pues es perfectamente humana y compatible con el amor más puro, que reside en la voluntad y no es propiamente un sentimiento. Y esto, tanto de manera habitual, que habrá que intentar vencer, como en momentos de particular enfado. En un estupendo escrito sobre educación, Nancy Samalin recuerda que bastante a menudo «… los padres normales se enfurecen con sus hijos normales. Es inevitable llegar a sentir una rabia intensa hacia los niños, con independencia del amor que sintamos hacia ellos.») 2. Han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente. 3. Respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer… ¡siempre!, superando todo afán de posesión y sobreprotección; pero, a la vez, deben guiarles y corregirles. 4. Ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento y su autoestima… ¡y su capacidad de desenvolverse en la vida, sin depender siempre de sus mayores! 5. Y otro sinfín de dificultades y de aparentes contradicciones que sería largo enumerar y que irán apareciendo a lo largo del escrito. Una primera aproximación se encuentra en estos sensatos párrafos de Murphy-Witt, que no tienen desperdicio: «En la actualidad, los niños ya no crecen espontáneamente. Han cambiado demasiadas cosas en nuestra sociedad. No hace mucho tiempo se decía: “Lo que llegue, bien recibido será”. Pero hoy en día prácticamente no quedan familias con una visión tan distendida. Abuelas que prefieren viajar por todo el mundo en lugar de ocuparse de sus nietos, pisos pequeños y condiciones adversas para los niños, falta de oferta para cuidarlos y una presión continua, tanto en términos de tiempo como de rendimiento, para combinar trabajo y familia: ¡los padres de hoy en día no lo tienen precisamente fácil! No solo falta un apoyo útil, sino que también la vida diaria de las familias es cada vez más complicada: comida rápida y falta de ejercicio físico, culto a las marcas y consumismo, televisión publicitaria y videos violentos, Internet y juegos de ordenador, conductas agresivas en el parque y mobbing en el colegio, dificultades para leer y déficit de atención, trastornos alimentarios y éxtasis: el mundo de nuestros hijos es multiproblemático. En este contexto nuestros retoños necesitan una buena línea directriz, instrucciones intensivas y pautas inamovibles para encontrar su camino. La responsabilidad que los padres tienen sobre sus hombros es grande. Se exige mucho de las madres y los padres, más bien un trabajo a tiempo completo que una ocupación temporal. Muchas parejas jóvenes opinan que se puede ir aprendiendo sobre la marcha, que se consigue de algún modo. Pero, por desgracia, las cosas se tuercen con demasiada frecuencia. Cada vez más familias se ven atrapadas en el estrés de la educación. Los problemas se convierten en dominantes y las disputas continuas envenenan el ambiente en el hogar. Año tras año aumenta la demanda de asesoramiento educativo. Y cada vez hay más familias que no pueden solucionar solas sus conflictos.» Más escueto, pero también más esencial, es el panorama que ofrece Diego Macià: «La tarea de educar supone esforzarse por comprender, respetar y enriquecer al “otro” y esto en una sociedad como la nuestra, siempre con prisas, dificultades de comunicación, horarios de trabajo incompatible con los hijos, etc., no siempre resulta fácil. De hecho, parte del precio que estamos pagando los seres humanos por el progreso de nuestra sociedad es dejar en segundo plano las relaciones amorosos entre padres e hijos, fundamentales para que estos alcancen una personalidad madura e independiente.» Y que, como es lógico, concuerda casi a la letra con el de otros dos especialistas en psicología y educación (Fernández Millán y Buela-Casal): «Si algo es importante en la educación de los hijos, es conocerlos y que ellos conozcan a sus padres. Desgraciadamente la sociedad en la que vivimos nos roba una gran parte del tiempo que deberíamos usar para hablar entre los miembros familiares; tiempo que empleamos en el trabajo, el desplazamiento, la televisión, etc. Se ha dejado de contar cuentos a los más pequeños o trasmitir las historias de nuestros antepasados (es sorprendente como muchos niños apenas conocen la vida de sus abuelos), las sobremesas son fugaces o individuales, llegamos muy cansados del trabajo o el hijo debe de hacer los deberes de clase…, hay miles de excusas para no sentarse y dialogar, empezando por escuchar.» De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto Capacitarse En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos o de alto riesgo. No ocurre así ni en la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el diseño; tampoco en medicina, arquitectura, ingeniería, informática, derecho, en la carrera militar o política, en la administración o en el seno de una empresa… ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una profesión convencional? Da la impresión de que no, sino más bien al contrario: en fin de cuentas, educar es poner los medios para que una persona llegue a ser feliz, y ¿existe algo de más trascendencia que «eso»? ¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque se pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse, ejercitarse… como confirman justamente los artistas que en apariencia trabajan sin apenas esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo (en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha llevado consigo. Cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo suele encerrar en su seno Llegar al fondo Por otro lado, aprender el «oficio» de padre y educador no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles. Tales recetas y técnicas no existen. Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida —¡ser de su propio ser!—, para con ellos, y casi sin necesidad de deliberaciones, encarar la práctica diaria. Y no se trata, tampoco, de una labor sencilla: comporta mucha atención a los hijos, mucha reflexión y cambio de impresiones de los esposos entre sí… y mucho sacrificio para saber prescindir del propio bienestar —incluso del necesario y no caprichoso— en pro del bien de los hijos. Tal como explica Macià, «… educar en el sentido más amplio es, sin duda, una tarea compleja. Educar de forma responsable a los hijos requiere responsabilidad, respeto, conocimiento y ejemplo. Ser padres es una oportunidad maravillosa que nos proporciona la naturaleza, pero es también “un oficio”, “una profesión” que hay que aprender. Por tanto, requiere de un proceso de instrucción que supone reflexión, adquisición de conocimientos teóricos y puesta en práctica de los mismos. El oficio de ser padres se puede aprender y mejorar.» Una mejora y aprendizaje que se resume en lograr que, de forma espontánea y habitual, impere la siguiente máxima: El tú de la persona amada debe prevalecer siempre sobre el propio yo: ¡he aquí la regla de oro de toda labor educativa, de la vida entera… y de la auténtica felicidad! Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando, el más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación. En la confluencia de tres amores Si planteamos el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo término y misión —amar (amar ¡bien!)—… y en los dos corolarios que de ahí se siguen: 1. ¡Aprender a amar inteligentemente!, sin nunca, nunca, dar por supuesto que uno ya sabe hacerlo, en contra de lo que a menudo sucede («… el amor debe ir a la escuela», me gusta recordar con Benavente). 2. Y sin imaginar tampoco que va a lograrlo como por arte de magia, sin poner de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor (lo cual supone, como vengo diciendo, esforzarse por ser mejor persona). 1. Amor a los hijos El requisito ineludible La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos: querer efectiva y eficazmente su bien, el de «cada uno de todos» ellos. Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Algo similar sostienen Charles y Laura Robinson, animando a los padres a asumir su tarea educadora: «Podéis hacer de ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el gran impulso inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano tendrá que constar, en buena parte, de una gran dosis de amor. Porque el amor es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para equilibrar y potenciar a los hombres.» Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento indispensable de un amor auténtico y cabal… y hondamente enraizado en lo más íntimo de nuestro ser. [Esto se aplica tanto a los padres como a los educadores «de profesión»: maestros y profesores. Así lo muestran las siguientes palabras de Francisco Gómez Antón, Catedrático con muchos años de experiencia universitaria. Cuando le preguntaron por el «secreto» de su triunfo en las aulas, contestó: «Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos».] Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero amor a sus hijos Amor clarividente… ¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño —justo por su condición de persona— es una realidad absolutamente irrepetible», distinta de todas las demás. Antes que nada, en contra de lo que implícitamente pensamos… o ni siquiera pensamos, pero guía a menudo nuestros comportamientos, estamos ante un niño: no ante una suerte de mini-adulto o de adulto virtual y en construcción, que necesita ser tratado «como si fuera mayor» para lograr la plenitud que le corresponde… ¡o para que no turbe la tranquilidad en que nos hemos instalado! Parece absurdo decirlo y, sin embargo, resulta de capital importancia: un niño es… un niño. Y tiene el derecho y el deber de vivir como niño, justo para después dejar de serlo y transformarse en el varón o la mujer cumplidos, a través de ese amargo trago en que nos empeñamos que sea la adolescencia. El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio —también el propio cuerpo— como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño, y un muy extenso etcétera. Y respetuoso Y los adultos, en lugar de agostar esa condición con nuestras pretensiones «de mayores», deberíamos dedicarnos a contemplarlo, para aprender de él —más a menudo de lo que suponemos— en qué consiste ser humanos (aunque también sin ingenuidades a lo Rousseau). Lo sostiene, bella y agudamente, Bartolomé Menchén: el «… estudio del hombre en la etapa inicial de su vida […] nos indica —con sus capacidades y sus necesidades— el camino adecuado para su educación, o, mejor dicho, para su formación. Porque para poder acertar a guiarle, hay primero que dejarse guiar por él; es decir, observarle con atención para ayudarle a desarrollar sus capacidades y poder responder a sus necesidades.» Y concreta después: «… todo lo que sé de importancia sobre los niños lo he aprendido de ellos; y podría decir, también, que observándolos y reflexionando he aprendido muchas cosas sobre mí. La relación con los hijos hace profundizar enormemente en el conocimiento de quiénes son ellos y quiénes somos nosotros.» Ideas similares a las que resume, con plasticidad un tanto agresiva, Murphy-Witt: «Los niños no son pequeños adultos. Esto es algo que los padres olvidan a veces, por desgracia. Sobre todo cuando su retoño es tranquilo, está adaptado y da pocos problemas, lo desbordan rápidamente con una ración demasiado grande de vida adulta: mundos relucientes de consumismo en lugar de un espacio para jugar, espacios de cemento en lugar de experiencias en la naturaleza, restaurantes ruidosos en lugar de comidas agradables en la mesa familiar. Conversaciones de adultos en lugar de amigos de la misma edad. Todo ello exige demasiado de los pequeños. No pueden explotar su afán natural por moverse, no se pueden manchar, los visten con ropa de moda con la que no pueden andar dando saltos, tienen que estar sentados en un rincón callados. Cuando no hay otra posibilidad, los sientan delante del televisor o de un video. Así por lo menos dejan de molestar. De este modo, los padres tienen siempre a un niño limpio y pulcramente vestido que los sigue. Sin embargo, estas condiciones vitales no son en absoluto adecuadas para los niños. Después, que no se sorprendan mamá y papá cuando en algún momento su retoño salga de la jaula de oro y quiera ser un niño de una vez.» Y concluye, con buen humor: «Así pues, ¡se acabó la obligación de tener que jugar al miniadulto! Los niños se hacen mayores y se ven enfrentados a la cruda realidad. Concedámosles tantos hermosos días y experiencias infantiles como sea posible. Dejemos que jueguen, correteen y también se ensucien en función de su edad. A arreglárselas en el mundo de los adultos tienen que aprender de todos modos bastante pronto.» El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño… Que no siempre lo es Mas, como veremos más tarde, es frecuente que los adultos, después de sofocar al niño que debería pervivir en nosotros —y precisamente por ello—, impidamos a nuestros hijos vivir su infancia como tal. En este contexto pueden leerse las advertencias de Robinson: «Todo ser humano tiene también su marcha, su velocidad de crucero. Como padres, tenéis que conocerla bien y luego tratar de lanzarles a esa velocidad, pero sin pretender forzar su marcha. Forzar su marcha sería insensato. No conseguiríais otra cosa que estropear su maquinaria y dejarles expuestos a serias averías.» Aunque más directa resulta, de nuevo, la exposición de Menchén: «Os preguntaba por vuestra infancia —observa, en un diálogo imaginario—, porque la madurez humana consiste en ir pasando de una etapa a otra de la vida llevando con nosotros los mejores recuerdos; lo que es tanto como decir que no son imágenes de un pasado que se fue, sino momentos constituyentes de nuestra personalidad, de nuestro ser más profundo, y que están presentes en la actualidad. Si fuimos auténticamente niños nunca dejaremos de serlo.» Y no solo por los recuerdos, me atrevería a añadir, sino por el conjunto de hábitos que únicamente en la infancia pueden forjarse. De ahí que quepa proseguir: «… todos hemos sido niños, pero se puede decir de algunas personas que no han tenido infancia.» Y explicar, con sugerente metáfora: «La armonía afectiva y espiritual es el eco que va resonando en el interior del niño al compás de las acciones que va realizando; y esos ecos interiores tienen que ser ordenados, matizados, amplificados o moderados por los padres. Va surgiendo así una maravillosa melodía. De otra forma, serán sonidos inconexos o ruidos que se lleva el viento. La armonía afectiva y espiritual del niño necesita de unos maestros músicos, que son los padres. Si me permitís seguir con el símil de la música, os diría que al pentagrama en blanco de la vida del niño van llegando todo tipo de notas que, si no se integran en una melodía, se pierden en gran parte; y, así, cuando crecemos, desaparece la música de nuestra infancia.» Para concluir: «Viendo el modo de hablar y actuar de muchas personas adultas, metidas en un mundo de ambiciones demasiado humanas, de ansias de poder y dinero, es difícil descubrir en ellas a los niños que fueron, quizá porque los adultos les ayudaron muy poco a serlo.» Y si no le permitimos ser niño durante su infancia, es muy probable que el resto de su vida arrastre ese déficit, que, en ocasiones, le impedirá incluso ser un joven y un adulto cabal Amor, por tanto, clarividente y respetuoso Por otro lado, admitida, fomentada y consolidada su condición infantil, jamás se tratará de un caso más entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese presunto «caso» concreto. Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los chicos, teniendo en cuenta que lo que en este preciso instante puede resultar oportuno e incluso imprescindible para uno de ellos, en otro momento y en otra situación ha de ser evitado a toda costa… para ese mismo hijo. Pero solo el amor permite conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura y tratarlas en consecuencia. Solo el amor permite «andarse con contemplaciones» —conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora— y actuar de acuerdo con ese conocimiento Jugar las mejores bazas… De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de las claves más importantes de la educación. Lo que suele llamarse «educar en positivo», cuyo principio fundamental consiste quizá, una vez anclados con fuerza en la condición personal de cada uno de ellos, en: 1. Descubrir y, si es necesario, poner por escrito —con sus nombres propios, para que queden bien claras y para repasarlas y perfilarlas todavía más cuantas veces fuere conveniente—, las cualidades que sus hijos ya poseen y deben ser potenciadas. 2. Procurar no insistir monótona, reiterativa y exclusivamente: 2.1 En la corrección de sus defectos. 2.2. O en los que lleva anejos el papel o función en que —siguiendo una mala costumbre tremendamente extendida— lo hemos encasillado: tozudo, holgazán, manazas, payaso, desordenado, cachaza, intransigente, protestón, desaliñado… (Defectos que, precisamente por serlo, resultan difíciles de vencer. Atender, por el contrario, a sus puntos fuertes, y solicitar en esos campos mejoras asequibles, permitirá a los chicos: 1. Ir obteniendo pequeñas victorias, con la alegría que a ellas va aparejada. 2. Aumentar de esta forma la propia estima y las ganas de luchar. 3. Ponerse, con el crecimiento conjunto de su persona, en condiciones de superar unos defectos que antes eran invencibles.) De igual modo, el amor llevará a los padres a advertir el momento más adecuado para «estar» —de forma más o menos activa, o simplemente «estar»— y para «desaparecer», para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas… con su propia intimidad; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente a aquellas otras en las que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza y una pizca de agresividad fingida… Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan irreemplazables: porque solo quien ama con locura —incondicional, incondicionada e incondicionablemente— es capaz de descubrir los tesoros inauditos de grandeza que cualquier persona encierra en lo más íntimo de su ser y prestarle el vigor y el apoyo imprescindibles para hacer que despunten, se desarrollen, maduren y alcancen su plenitud. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres» Pues nadie lo hará en nuestro lugar… Como ya apunté, la experiencia muestra que normalmente insistimos más en los defectos de nuestros hijos que en sus atributos positivos. Escribe Nancy Samalin: «Nosotros nos fijamos demasiado en las correcciones rojas del trabajo de Historia, en la palabra mal escrita, en el resultado equivocado del problema de Matemáticas o en los acentos que faltan. Tenemos la costumbre de fijarnos en lo "malo", en lugar de hacerlo en lo "bueno", de nuestros hijos, no solo en el ámbito escolar, sino también en otros aspectos de la vida. Si usted es capaz de romper este esquema […] y fijarse en lo positivo, su hijo mostrará una mayor motivación, cooperación y seguridad en sí mismo.» Y algo semejante suelen hacer los demás: casi sin pretenderlo, advierten lo más negativo. Una de las más tristes consecuencias de este modo de obrar es que los chicos pueden pasar muchos años ignorando no solo su grandeza constitutiva e inalienable —¡amigos potenciales de Dios!—, sino también aquellas cualidades en las que, con un mínimo de esfuerzo, podrían sobresalir y apoyarse para mejorar el conjunto de su persona. Lo ilustran estas sensatas —y tal vez un tanto excesivas— reflexiones de Faber y Mazlish: «Parece ser que elogiar un comportamiento cabal no brota espontáneamente. La mayoría de nosotros somos prontos en criticar y tardos en aplaudir. Como padres, tenemos la obligación de invertir ese orden. […] El lector habrá constatado que el mundo exterior no es muy proclive a las alabanzas. ¿Cuándo fue la última vez que otro conductor le dijo: “Gracias por ocupar solamente una plaza de aparcamiento. Así cabrá también mi coche”? Nuestros esfuerzos de colaboración se dan por sentados. Si en cambio sufrimos un desliz, la condena será virulenta. Seamos diferentes en nuestros hogares. Recordemos que además de proporcionarles alimento, refugio y vestido, tenemos otro deber con nuestros hijos, y es consolidar sus mejores “atributos”. El mundo entero les afeará los defectos, con vigor e insistencia. Nuestra función es darles a conocer su parte buena.» Y resulta imprescindible «El hombre —apunta de nuevo Robinson— es un ser que necesita absolutamente del aprecio de los demás. Esta sensación íntima de que uno es acogido y estimado es un artículo de primera necesidad para el ser humano; lo mismo que el aire, el agua, el alimento y el calor.» Y precisa, certeramente: «La aprobación debe estar más dirigida a aquellos que más necesitan de ella y en aquellos sectores que la necesitan. A un muchacho que suele traer malas notas, el saber apreciar las veces que las trae buenas, será acertar en una de las teclas más profundas de su espíritu, será, quizá, remover un desánimo persistente y profundo, abrirle una hermosa esperanza, afirmarle en la confianza en sí mismo. El alabar con oportunidad la superación, siquiera sea momentánea, de un defecto, será más eficaz que reprimendas y muchos castigos.» Insistir en sus defectos e ignorar sus cualidades puede llevar al niño a desconocer cuáles son las auténticas armas con las que cuenta para desarrollarse y triunfar en la vida 2. Amor mutuo Amor entre los cónyuges La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí (es decir, como esposos). «Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…» Expresiones como esta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que parecen volcarse sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes y vitaminas, juegos más y más sofisticados, vestidos y demás prendas de marca, vacaciones junto al mar o en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de precio, resolución de problemas o de gestiones que deberían realizar los hijos, trasportes en coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos… como esposos (repito con plena voluntariedad, pues solo luchando por mejorar su condición de esposos podrán llegar a ser buenos padres). El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y el mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas que engendraron al hijo: el amor de los esposos Sentirse protegidos y tener un punto de referencia Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras. Además, cualquier chico o chica necesitan un modelo vivo al que imitar, aunque sea remotamente y de acuerdo con sus propias peculiaridades, para poder desplegar las riquezas de su propia personalidad. Por eso, cada uno de los esposos ha de empeñarse en un combate constante de mejora personal, según antes apunté, al que los hijos puedan contemplar y referirse; y, como fruto de su amor recíproco, debe asimismo: 1. Mostrar con delicadeza, también para que los chicos lo adviertan, el cariño hacia su marido o su mujer (probablemente nada resulte más gratificante y educativo para un hijo que advertir cómo se quieren sus padres). 2. Y, además, y como consecuencia: 2.1. Engrandecer la imagen del otro ante los hijos. 2.2. Evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge. Promover el amor de cada hijo hacia el otro cónyuge Lo anterior puede concretarse, de momento, en los siguientes preceptos. Desde que los críos son muy pequeños: 1. Además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, con gestos y palabras («nunca agradeceré lo bastante a mis padres el que se besaran con cariño delante de mí», me comentaba el otro día una chica de unos 25 años). 2. Los padres han de prestar atención: 2.1. A no hacerse reproches mutuos ni comentarios irónicos delante de ellos . 2.2. A no permitir uno lo que el otro prohíbe (la pregunta refleja, ante una consulta del hijo o la hija ha de ser: «¿qué te ha dicho papá o mamá?», aunque luego, si opinaran de manera distinta, deban hablar a solas para ponerse de acuerdo). 2.3. A evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño, que le llevaría a desconfiar del otro cónyuge: «esto no se lo digas a papá o a mamá», etc. Cualquier ruptura o disminución de la armonía entre los cónyuges, cualquier asomo de acritud, es inmediatamente advertido por los hijos, hace que les falte el aire que respiraban y provoca, junto a indecibles sufrimientos normalmente inconfesados, una detención o una contrahechura en su desarrollo personal. Espléndida es la explicación de Menchén: «El problema es que a los niños pequeños las desavenencias de los padres les generan inseguridad. No tienen capacidad de intervenir en una situación que les desconcierta y se encierran en sí mismos. Si las riñas son frecuentes, les costará abrirse a sus padres con sencillez porque aprecian una cierta amenaza que no saben identificar. La cuestión es aún peor si piensan que ellos son la causa de los problemas. El equilibrio del niño se empieza a romper. Por el contrario, cuando la relación de los padres es profundamente cordial, los hijos se manifiestan —cada uno según su carácter— con gran espontaneidad y alegría.» Al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama otra protección y alimento sin los que no podría crecer y desarrollarse: los que originan el padre y la madre al quererse de veras 3. Enseñar a querer Principio y meta Como acabamos de ver: 1. El principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como consecuencia de ese amor, que quieran de veras a sus hijos. 2. El fin o meta de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad más propia y que más perfecciona a cualquier persona y, como consecuencia, la que los hará feliz. Lo expresan con hondura y fluidez Charles y Laura Robinson: «Amar a los demás es lo más grande y lo más importante que puede hacer un ser humano en toda su vida. Fomentar y desarrollar en vuestros hijos la capacidad de amar es llevarles a la cumbre de su personalidad. Todas las demás capacidades y cualidades tendrán sentido si ese ser humano sabe amar. Si no es capaz de amar mucho a sus semejantes, las demás cualidades que posea se insertarán en su egoísmo y harán de él un inadaptado, un fracasado, quizá un tirano, un criminal, un monstruo.» Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar: pues no es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad. Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar Un ser-para-el-amor Según afirma Philippe, «en el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado.» A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser» (es decir, el amor recíproco de nuestros padres). Y, en cierto modo como resumen, y en la esfera de la gracia, explica Alfonso María de Ligorio: «¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que solo una cosa es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las dignidades, ni ganar reputación de sabio; una soca cosa es necesaria: amar a Dios y cumplir su voluntad. Para este único fin nos creó y conserva la vida, y solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso.» Todo el esfuerzo educativo de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a desterrar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros. Solo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón… con objeto de que, al término de nuestro paso por este mundo, «nos quepa más Dios en él» y seamos, consiguientemente, mucho más dichosos. El empeño educativo de los padres ha de dirigirse a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta Educar para la felicidad Con otras palabras. Pese a cualquier apariencia en contrario, la felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en obras: 1. Quien ama mucho, es muy feliz. 2. Quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa. 3. Y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los restantes aspectos de la existencia humana, será un auténtico desgraciado… aunque a veces pretenda encubrirlo o negarlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que llevan una vida insufrible! De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener, con expresión que casi nunca se cita literalmente (yo tampoco lo hago ahora): «En el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada más! El amor encarnado En conclusión-conclusión: cualquier acción educativa tendrá validez en la exclusiva medida en que el motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer, de lo que uno realiza u omite, sea: 1. Un amor auténtico e inteligente hacia la persona que se pretende formar. 2. O, con otras palabras, el bien real de esa persona. 2.1. Que siempre habrá de prevalecer sobre el nuestro. 2.2. Y que consiste, a su vez, en que el ser querido esté más pendiente del bien de los demás que del suyo propio… y no en un sinfín de concesiones que interpretamos como signo de amor, pero que no son sino trampas en las que caemos con más o menos conciencia y con más o menos dosis de egoísmo y comodidad. Certeros y templados, también por caminar contracorriente, me parecen los siguientes juicios: «Los padres que adoptan un igualitarismo exagerado, o una permisividad excesiva (“¡Ya es mayor para hacer lo que quiera!, ¡cada uno es libre de tomar sus propias decisiones!”), no proporcionan a sus hijos la clase de apoyo que necesitan. Muchos padres adoptan esta actitud al no sentirse comprometidos ni implicados en la educación de sus hijos (padres despreocupados, negligentes o con pocos recursos educativos), otros a causa de nociones deformadas (¡y muy extendidas!) de cómo debe establecerse la relación padres-hijos. En familias de clase media se incrementa el riesgo de que los adolescentes presenten conductas socialmente desviadas, consuman drogas, etc., cuando los padres se declaraban partidarios de valores como la individualidad, la comprensión de sí mismo, la disposición a aceptar cualquier innovación, la necesidad del igualitarismo en la familia, pero que realmente utilizaban dichos valores para eludir sus obligaciones de la responsabilidad educativa que corresponde a los padres.» El bien más radical de cualquier persona —lo que la perfecciona y hace feliz— consiste en que, olvidada de sí, se ocupe de procurar el bien a quienes la rodean