martes, 27 de noviembre de 2007

MEJOR EN FAMILIA



Es la Nochebuena, en que Jesús viene a nosotros en un niño…
Esa noche, que nos permite recobrar el recuerdo de nuestra
infancia, anímate y rezá esta oración...
Padre Bueno, en esta Navidad
junto al pesebre, quiero poner en tus manos mi familia.
Para que la cuides y para que me ayudes a construirla
como un lugar de encuentro y convivencia,
de desarrollo y formación, de diálogo, de proyectos
de solidaridad y apertura a la fe.
Vos, que en Navidad te hiciste familia nuestra, cuida de nosotros.
Ayúdanos a darte gracias por el don de la Vida;
y enséñanos a valorarla y respetarla siempre
como el más esencial de nuestros derechos humanos.
Que podamos hacer de la familia, más allá de toda circunstancia
o dificultad, un espacio donde los hijos se sientan felices,
donde los padres convivan bajo el respeto y el amor,
donde los hermanos se quieran
y los abuelos sean tratados con ternura para alcanzar
con afectos buenos a todas las personas.
Que en esta Navidad, nuestra Patria, revitalice el valor
más duradero y apreciado en su historia como Nación,
que ha sido, y será siempre, el valor de la familia.
Que en esta nochebuena descubramos que es mejor en Familia.
Amén.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Primero los Padres

EL NÚCLEO PRIMORDIAL
Primero los padres

Es frecuente que los padres no sientan la necesidad de formarse mejor hasta que alguno de los hijos plantea dificultades que los superan. Acuden entonces al centro educativo para hablar con el preceptor o se inscriben en un curso de orientación familiar. El «problema», por decirlo con dramatismo, es el hijo. Aquí, los cónyuges deben comprender que toda su actividad paterna resultará inútil hasta que, en el seno de la familia, no dirijan su mirada e influjo renovador hacia ellos mismos: son los padres quienes deben cambiar en primer término para provocar un perfeccionamiento en sus hijos. Cualquier progreso en la vida familiar es fruto de una modificación en la vida de los cónyuges, que se implican más, y más decididamente, en el seno del propio hogar. Sin ese radical compromiso, todo resulta inútil. La familia es insustituible para la maduración y existencia de la persona en cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia absoluta del recién concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o el adolescente, hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la mujer, y la fecunda pero frágil riqueza del anciano. Desde este punto de vista, es imprescindible indicar a los padres que la familia es necesaria, no sólo para que sus hijos se perfeccionen; sino también, ¡y antes!, para que ellos —el padre y la madre—se santifiquen como personas (que es el objetivo terminal de cualquier existencia humana, sin cuyo logro no alcanza sentido). La idea de la familia-refugio ha ocupado un papel preeminente en la sociedad occidental desarrollada: el ámbito familiar resultaría indispensable como remedio para la debilidad del ser humano y justo en la proporción en que sus miembros se encuentran necesitados de protección y apoyo. Pero esto, que no carece de verdad, no es lo más serio que puede afirmarse de la familia. El hecho de que el Dios creador del Universo se nos haya revelado como familia, da una certera pista a la hora de ponderar las relaciones entre familia y persona. Si la Trinidad personal de Dios, en quien no falta ninguna perfección, «tiene que» constituirse como familia, queda claro que ésta no deriva de indigencia alguna, sino, al contrario, de la plenitud del ser personal que, por naturaleza, está llamado al don, a la entrega, y requiere un hábitat adecuado para poder ofrendarse. Análogamente, la persona humana está más llamada a entregarse conforme más se plenifica. Por eso, cuanto más perfecta es una persona, tanto más necesita de la familia como el ámbito en el que, sin reservas ni trabas, puede dar y darse. Por encima de todo, la familia Respecto a semejantes verdades, la orientación de Juan Pablo II no puede ser más diáfana: «El hombre, por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que en cualquier otro campo de su vida, se juega el destino del hombre». Los padres pueden fácilmente caer en la cuenta de que equivocan el rumbo cuando —aun con la mejor de las voluntades— descuidan la atención directa e inmediata a los demás miembros de su familia, para dedicarse a otros menesteres, profesionales o sociales, en los que incluso alcanzan éxito absoluto. Porque ese triunfo no es capaz de ahogar la desazón íntima que les asalta siempre, en los momentos más humanos, por desatender el círculo familiar, en el que habrían de encontrar «su realización integral, su riqueza insustituible». Además de desatender al cónyuge, delegará en él la educación de los hijos o, cuando el otro consorte busque su propia realización fuera de casa, los encomendará a otras instituciones —colegio, club juvenil—, cuya misión es subsidiaria respecto a la de los padres y cuyo influjo eficaz en los chicos se torna limitado y epidérmico. Los padres deben ver con claridad que la familia resulta imprescindible para el íntegro desarrollo de sus hijos, porque en primer término lo es también para él o ella como cónyuge y como padre o madre. Un padre insatisfecho por no desarrollarse en plenitud dentro de su propio hogar, no puede aportar auténtica vida ni apoyo sólido a sus hijos, que en ese hogar encuentran también la principal palestra para su robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor en cualquier otra esfera de su vivir. AMOR QUE SE DESBORDA Centremos ahora nuestra atención en la necesidad que el padre y la madre tienen de la familia en función del crecimiento y la mejora de sus hijos. Con otras palabras: para cumplir sus deberes paternos, los componentes de un matrimonio no han de dirigir en primer lugar su atención hacia los hijos, sino hacia el otro cónyuge. Y la razón es muy simple: la primera —y casi única— cosa que un hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí. Se trata de una idea desarrollada con brillante sencillez por Carlos Llano: como la educación de los hijos no es sino la más genuina expresión del amor paterno, y como este amor no puede ser, a su vez, sino el despliegue del cariño entre los esposos, el que los cónyuges se amen de veras constituye la clave esencial, y casi el todo, de su misión dentro de la familia. La marcha de la familia, en cada uno de sus componentes, está definida, casi completamente, por el amor que se ofrenden los padres. La calidad del amor familiar —del paterno-filial y del fraterno— está determinada por las características y la categoría del hábitat que origina el cariño de los cónyuges. Fuera de ese ambiente es muy difícil, si no imposible, que un muchacho se desarrolle pertinentemente. Y el centro escolar o el club juvenil, a duras penas colmarán el déficit causado por el vacío de amor de los padres. Dentro de este contexto, me parecen concluyentes y luminosas las convicciones expresadas por Ugo Borghello: «Cuando se trae a un hijo al mundo, se contrae la obligación de hacerlo feliz. Para lograrlo […] existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos. Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino sólo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo, éste experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en la familia, en el amor de los padres entre sí. En consecuencia, engendrar un hijo equivale a comprometerse a hacer feliz al cónyuge». El derecho esencial de los hijos Como consecuencia de ese querer recíproco, y apoyados en él, los padres podrán enderezar un afecto profundo y vigoroso hacia cada uno de los hijos. ¿Cuáles han de ser las características de tal amor? De acuerdo con la ya clásica descripción aristotélica, se ama a una persona cuando se procura y se le ofrenda lo que es realmente bueno para ella. No lo que viene a suplir la falta de auténtica dedicación al ser querido, sino lo que efectivamente lo hace crecer, lo mejora, lo perfecciona. A este amor nuestros hijos tienen un derecho absoluto. Pero no tienen derecho, porque implicaría una falsificación del genuino cariño, ni al premio desmesurado por las buenas calificaciones, ni a la paga desmedida, ni a la moto o al coche cuando todavía no son responsables en otros ámbitos de su existencia, etcétera. Porque a lo único que éstos tienen derecho es ¡a nuestra propia persona! O, si se prefiere, a lo más personal de nosotros: a nuestro tiempo, dedicación, interés, a nuestro consejo, a nuestro diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza para no flaquear cuando —por obligación inderogable— hemos de hacerles sufrir para provocar su maduración, a nuestra intimidad personal, a introducirse efectivamente en nuestras vidas... Una hija que va creciendo —por ejemplo—, tiene derecho a que su padre le dé a conocer a su madre como mujer, a través de sus ojos de marido enamorado. Lo cual alimentará el cariño y la admiración de la joven por la madre, la confianza entre padre e hija; y también la preparará para su vida de relación con los chicos y su posible futuro como esposa y madre. De igual forma, desde muy pronto y más conforme pasan los años, los hijos severán enriquecidos cuando los hagamos partícipes de nuestros problemas personales no sólo en la medida en que estén capacitados para conocerlos, sino cuando sinceramente les pidamos su opinión y consejo. Esta rigurosa relación interpersonal, en la que, por expresarlo de algún modo, «bajamos la guardia», les es asimismo debida en justicia, por cuanto resulta imprescindible para su crecimiento eficaz. Todo lo que sea «intercambiar» esa entrega comprometida por regalos o concesiones irresponsables, equivale, en el sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas. Esto, dicho sea de paso, destruye cualquier ambiente familiar, porque la lógica del «intercambio», del do ut des mercantilista e interesado, es lo más opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar. Confiar sin fingimientos Lo que el cariño hacia los hijos exige es que nos pongamos personalmente en juego, que estemos dispuestos a sufrir para poder amar y cumplir el cometido esencial que por naturaleza nos corresponde. Son muchísimas las personas que aseguran en la teoría y en la práctica esta ley fundamental: en la actual condición del ser humano, el sufrimiento, el dolor, es un medio imprescindible para purificar nuestro amor. Tenemos un ejemplo paradigmático en Jesucristo. Baste con añadir estas palabras de Juan Pablo II: «En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándola a una generosidad mayor». El proceso educativo, que es siempre fruto del amor, no puede concretarse sin una dosis de sufrimiento propio y ajeno. Ya que el amor —es una de las pocas verdades que entrevió claramente Freud— torna vulnerables a quienes aman. Todos los que nos movemos en estas lides sabemos bien que sin confianza recíproca, cualquier intento de formación es vano. Pero se nos escapa a veces que semejante crédito debe ser real, sin fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y en los aspectos en que más deja qué desear. Ahí, precisamente, es donde hemos de depositar nuestra esperanza, sin fingimientos, confiando con toda el alma en que el chico o la chica, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas, podrá vencer, con la ayuda de Dios y con nuestro pobre auxilio. Y si fracasa, nosotros fracasamos también con él; y, echando mano de nuestros mayores recursos, nos rehacemos del fracaso y del dolor, rehacemos al muchacho, y volvemos a depositar en él toda nuestra confianza, sincera y eficaz. Sólo en semejante clima, incompatible con la despreocupación «ocupadísima» de quien no encuentra tiempo más que para sus actividades personales, es posible el crecimiento de nuestra familia. Tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones paterno-filiales, lo decisivo es «soportar», en el sentido vigorosamente solidario de servir de apoyo por amor. Es lo que, elevando con fuerza el punto de mira, expone san Josemaría Escrivá: «Si tuviera que dar un consejo a los padres —escribe—, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean […] que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras. Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad». EN EL NÚCLEO DEL NÚCLEO Un cambio de actitud personal... Insistamos, todos los problemas educativos son, en última instancia, cuestión de(falta de) buen amor. Así, resulta relativamente claro cómo debemos comportarnos ante las situaciones menos favorables que pudieran darse en el hogar: hemos de mirar, antes que nada, hacia nosotros mismos, hacia cada uno,para mejorar nuestra actitud, nuestras disposiciones y el calibre de nuestro querer. La resolución de cualquier dificultad familiar encuentra por lo regular su punto de partida y su motor insustituible en un cambio estrictamente personal, que trae como consecuencia una elevación en la categoría y enjundia del amor recíproco. Examinaremos el asunto sólo en lo relativo a la vida conyugal. Y, con el fin de arribar a un resultado satisfactorio, recordaré: a)que la esencia del matrimonio es el amor; b)que el momento resolutivo de todo amor es la entrega; y c)que esta se configura peculiar e intensamente entre los esposos, pues cada uno se ofrenda sin condiciones al otro, al tiempo que lo acoge sin reservas. Por tanto, la clave del éxito matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio yo, posibilitando una dádiva cabal y cada vez más intensa a nuestro cónyuge; y, a la par, en desprenderse y vaciarse de uno mismo para dar cabida en nuestro interior al ser querido. Lo sugiere con agudeza José Pedro Manglano: «Los encendidos sentimientos del amor-enamorado van remitiendo en la medida en que el antiguo "Yo" vuelve a manifestarse vivo y a reclamar sus "derechos" y preferencias, su egoísmo. En los primeros momentos, el yo se postraba y sometía voluntaria y alegremente ante el amado, pero pronto vuelve a levantarse. Parecía vencido y muerto por el arponazo del amor, pero resulta no estarlo tanto». Esa es la auténtica traba para el despliegue perfectivo y la felicidad del matrimonio y de la vida familiar: los presuntos «derechos del yo»; o, con expresión de san Josemaría Escrivá: «la soberbia», a la que califica como «el mayor enemigo de vuestro trato conyugal». Ahí, por tanto, debemos incidir cuando intentemos reformar el hogar. Se trata de un punto poco considerado, porque en las situaciones de crisis, y en los momentos menos dramáticos de roces o pequeñas incomprensiones cotidianas, lo instintivo es advertir los déficits de los demás, ignorando o poniendo entre paréntesis los propios. Por eso, conviene prestar atención a estas tres sensatas advertencias de Borghello: 1. «Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra». 2.«Resulta decisivo tener una voluntad radical de don de sí al otro. A menudo los cónyuges juzgan y "miden" el amor del otro, el don del otro, perdiendo de esta manera el don de sí incondicionado. El don de sí sólo puede exigirse a uno mismo. El del cónyuge es un problema suyo, de saber amar. Pero no se logrará exigiéndoselo, sino creando un clima de donación». 3. «Es inútil y contraproducente pretender en nuestro interior que el otro o la otra cambien del modo en que yo lo digo y porque yo se lo digo. Cabe favorecer y ayudar la mejora, pero no "pretenderla". Lo que tenga que ocurrir ha de valorarlo el otro o la otra». El principio, por tanto, no puede presentarse más neto, y es el propio Borghello quien lo enuncia: «si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo». Y explica: «Siempre existe algo [...] en que yo puedo mejorar. Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie. Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar [...] Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja. Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible»… y en ocasiones asombrosa. Se trata de un extremo aplicable no sólo a las situaciones más o menos complicadas, sino a todas aquellas que convierten nuestras casas —con expresión de san Josemaría— en ténticos «hogares luminosos y alegres». La médula de una vida familiar lograda está entretejida por multitud de costumbres gozosas, que sofocan los momentos de tirantez y los pequeños rifirrafes que nunca están del todo ausentes. Por ejemplo: los detalles, también materiales, que dan intimidad y relieve a los días de fiesta; los regalos de los más pequeños a los familiares cuando celebran sus santos o cumpleaños; etcétera. Esas y otras muchas tradiciones deben mantenerse para elevar progresivamente el tono de nuestros hogares. Y, cuando alguna de ellas parezca languidecer, es la propia reacción personal, con un compromiso ¡mío! más alegre y rejuvenecido, la que debe sacarla a flote. Y con esta última advertencia nos situamos de nuevo en lo que considero el núcleo de los núcleos de toda labor orientadora: comprender que la clave para superar 99% de los problemas del hogar consiste en empeñarse personalmente —¡cada uno!— por aquilatar la categoría de su amor; olvidándose de sí y poniendo en sordina los propios «derechos». Luchando por modificar nuestra conducta, haciendo más tersa y eficaz nuestra entrega, se enriquecerá antes que nada la vida conyugal y, potenciada por ella, la del conjunto de la familia; y, a la larga, la de la entera Humanidad. ...para transformar el mundo Casi en los inicios de su pontificado, en 1979, Juan Pablo II asentó este principio esclarecedor e incuestionable: «Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre». Y hace también más de un lustro que me esfuerzo en mostrar que, en efecto, de lo que hagamos en el seno del hogar depende no ya la buena salud de nuestros respectivos países, sino la de la Humanidad en su conjunto. Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, más allá de los horrores que todos lamentamos, conllevan por fuerza algunas consecuencias positivas. Por una parte, muchísima gente de buena voluntad se ha sentido interpelada y se pregunta qué puede hacer, cada uno, para poner fin a una situación que ha mostrado su rostro más sombrío. Por otro lado, resulta cada vez más patente que los «recursos institucionales» —política, organismos públicos nacionales o internacionales, violencia más o menos controlada— son insuficientes para remediar una debacle que exige, por el contrario y urgentemente, una auténtica conversión de los corazones: de cada uno, de todos. Estimo, por eso, que el momento es muy oportuno para poner en primer plano lo que aquí he denominado el «núcleo» de la orientación familiar: que ennoblecer la calidad del propio amor, antes que nada en el interior del matrimonio, es importantísimo y goza de una eficacia insospechada para el perfeccionamiento de las relaciones entre todos los hombres. En tal sentido, resultan casi proféticas, y tremendamente operativas, las afirmaciones que Juan Pablo II hizo en uno de los jubileos de las familias: «Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos». Y añadió con el vigor y la penetración acostumbrados: «Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida». Todas las relaciones. No sólo las del propio hogar, sino también —aunque no alcancemos a advertirlo, y aunque el proceso que lleve a ello sea largo y nunca definitivo— las que componen esa prolongación de la familia: el propio país y la entera Humanidad. Todo ello depende del acrisolamiento del amor conyugal; de lo que hagan con su cariño los esposos. Pero, por desgracia, el matrimonio no goza en nuestro tiempo de la buena salud que sería de desear. Considero, por tanto, que la principal misión de los orientadores consiste en hacer eco a la exhortación de la Familiaris consortio: «Familia, ¡sé lo que eres!»; y en traducirla en esta otra más concreta y exigente, dirigida a cada cónyuge: «¡sé tú el que eres!, y consigue, mediante una purificación de tu amor, hacer de tu matrimonio lo que por naturaleza está llamado a ser». Es la forma más rápida, eficaz y asequible, de contribuir a la felicidad de todos los hombres.
Tomás Melendo Granados Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga

sábado, 17 de noviembre de 2007

GUIA PARA PADRES



PRÓLOGO

Quizás lo más difícil en el ejercicio del ser padres sea atravesar los miedos que surgen cuando los hijos deben afrontar riesgos y no estamos allí para cuidarlos. La adolescencia es uno de esos momentos en los que la vida social se abre, amplia y ajena, ofreciendo nuevos paisajes que se desconocían cuando los chicos aún llevaban guardapolvos y recurrían a sus padres sin pudor ante algún eventual percance.

En ese nuevo escenario los hijos adolescentes se las deben ver, a veces solos, con también nuevas circunstancias. Ante eso los padres se preguntan, una y otra vez, qué actitud tomar, cómo lograr ejercer a pleno su función para formar una sana alianza que posibilite el despliegue del legítimo deseo de sus hijos de crecer en autonomía.

Desde los inicios de la humanidad existieron riesgos para los jóvenes. A esto contribuye que en la adolescencia ellos busquen nuevas fronteras tanto fuera como dentro de sí mismos, con el coraje de los que saben que hay que empezar a alejarse de la infancia, porque esa es la ley de la vida.

En ese momento, los padres no deben, de ninguna manera, estar ausentes, aunque su manera de estar presentes en la crianza deba afrontar nuevos desafíos y formas. Es que, convengamos, la adolescencia es una revolución y a la vez que las hormonas hacen lo suyo, aparecen con inédita fuerza los amigos, las salidas, las confusiones propias de la edad y…los riesgos ciertos de una sociedad que olvida que los adolescentes requieren referentes firmes para no perderse en la vorágine, ya que no merecen ser sólo vistos como un mercado apetecible.

Los problemas que aparecen en esta etapa son conocidos. Entre ellos figura la confusión de valores de vida, la distancia con el mundo de los padres y el miedo a crecer que lleva, en ocasiones, a que los chicos incursionen en conductas que los ponen en riesgo. Dichas conductas riesgosas, en las que abundan los abusos (entre ellos el del alcohol) son maneras de mostrar angustias y soledades, y de allí que sea imprescindible, urgente, volver a enaltecer la función de los padres para ofrecer a los hijos un referente confiable en medio de la confusión de prioridades que tanto daño nos hace como sociedad.

Ser padres no es un sacrificio, es un esfuerzo, que es distinto. Un esfuerzo que hace crecer tanto a los hijos como a sus progenitores.

Padres presentes, padres con alma, con palabra plena y con la certeza de que si se equivocan se corregirán, pero que no dejarán de decir y hacer lo que deban por temor a errar. A eso apunta el sentido de la responsabilidad que se propone en esta guía, no una responsabilidad asociada a una culpa estéril, sino a la sensación de que hay mucho por hacer para seguir dándole a los hijos lo que corresponde, para que ellos, con el amor de sus padres en el corazón, lleguen a buen puerto usando sus propios recursos.
Por el Lic. Miguel Espeche
Psicólogo


“La mejor manera de combatir el mal es un enérgico progreso en el sentido del bien”
I Ching






Promoción de valores

Si hay algo que caracteriza a la adolescencia es la búsqueda de valores que puedan ser considerados esenciales para la vida. Las conductas en esta época tienden a romper los moldes de la infancia y a buscar en el mundo social de las amistades nuevas formas de relacionarse. Así, los jóvenes intentan darle sentido a sus pensamientos y acciones a través de valores como la libertad, la amistad, la lealtad y el sentido profundo de la vida. En ocasiones, esta búsqueda es tan intensa que puede resultar incluso riesgosa, porque puede llevarlos a transgredir y a poner en riesgo su integridad.

Reconocer y dar importancia a esta búsqueda de valores permitirá a los padres ser puntos de referencia confiables para sus hijos. Es por eso, que la llegada de éstos a la adolescencia, siempre trae aparejada una resignificación de los valores de los padres, lo que puede implicar en ocasiones, hasta un cierto nivel de crisis en ellos ya que es un motivo para recordar tanto las situaciones positivas como las difíciles de su propia adolescencia. Tener conciencia de este tipo de movilización emocional es importante para la toma de las mejores decisiones a la hora de guiar a los hijos en esta etapa.

Cuando hablamos de “valores”, no hablamos de premisas rígidas y carentes de vitalidad, sino de conductas y actitudes profundamente eficaces para el despliegue de la vida.

Es por eso que “promover valores” no es sólo afirmar un decálogo de conductas “buenas”, sino que implica una mirada profunda en el espíritu de las conductas y el sentido que éstas tienen dentro de un contexto. De allí que programas como VIVAMOS RESPONSABLEMENTE tienen por misión desplegar y potenciar las virtudes que son patrimonio tanto de los padres como de los hijos, apuntando a generar ámbitos de intercambio, confianza, respeto y estímulo saludable.

Es sabido que en espacios con ese tipo de climas saludables, todo exceso, como la ingesta descontrolada de alcohol, las conductas dañinas, la apatía y la sensación de vacío (entre otros) se diluyen, ya que es justamente la falta de espacios de promoción y estímulo de lo positivo lo que otorga un terreno fértil a las actitudes y conductas peligrosas.

La paternidad

Revalorización de la función de los padres


Si bien por causas muy diversas la función paterna se ha visto jaqueada por la vida moderna, nunca como en la actualidad ha sido más visible la importancia de dicha función para el buen crecimiento de los hijos.
Aunque con maneras a veces muy diferentes a las que se tenían décadas atrás, sobre todo debido a las exigencias laborales de los padres, el tipo de vida que se lleva en las ciudades, etc., la función parental sigue y seguirá siendo esencial a la hora de la crianza.


Esta guía parte de la premisa de que el amor de los padres es la principal fuente de nutrición afectiva y guía de los niños y adolescentes en crecimiento. El amor parental, sin el cual es imposible imaginar un hijo con porvenir, tiene diferentes formas de manifestarse que van desde la ternura hasta la firme y rotunda autoridad.


“Hay que tirarse al agua, queridos padres. Educar, emitir mensaje, exigir modelos. Para eso estamos”
Jaime Barylko
Los padres merecen sentirse honrados por la función que cumplen, lo que permite el crecimiento de su rol.









Autoridad. Límite y referencia

Revalorizar la función de autoridad de los padres es imprescindible, sin que ello signifique apostar a un orden sin sentido y autoritario. En muchas oportunidades, por temor a ser demasiado estrictos, se deja desierta la función de autoridad, lo que genera perturbaciones, a veces graves, en los hijos y en la convivencia familiar.

La autoridad paterna puede ser mirada con dos dimensiones: como límite y como referencia. La autoridad suele asociarse más fácilmente con el proceso de poner límites, algo que es fundamental, pero que no agota el concepto de autoridad ni lo que ella implica.

Autoridad también es ofrecer un punto de referencia confiable a los hijos, que valide y dé sustancia al despliegue de la paternidad.

Cuando un hijo confía en sus padres, también confía en que lo que éstos digan o hagan apunta a su bienestar. De ahí, la importancia de asociar la autoridad con la confianza y no solamente circunscribir el concepto de autoridad a la mera puesta de límites o a las acciones controladoras. Estas últimas pueden ser muy útiles en situaciones puntuales, pero no constituyen la esencia de la autoridad paterna. La autoridad no se agota en la mera acción de controlar. El control como fin único suele ser contraproducente a la hora de conducir a un hijo hacia su mejor destino.

Cuando hablamos de confianza lo hacemos también en dos dimensiones. La primera, la confianza en la capacidad de discernimiento de los hijos; la segunda, en las capacidades propias de los padres, en su intuición, que les dicta cuándo decir sí o no en determinadas situaciones.

Esto último es muy importante dado que muchas veces decirle que no a un hijo surge más de la intuición, que de un razonamiento acabado. Confiar en esa intuición y optimizarla es esencial a la hora de ejercer la paternidad. Esto no implica que posteriormente el criterio aplicado no pueda revisarse, simplemente enfatiza que el momento de la aplicación del criterio merece hacerse con confianza.

La autoridad permite el crecimiento de los hijos, los nutre espiritual y psicológicamente y, a diferencia del autoritarismo, facilita que los adolescentes puedan encontrar su propio camino teniendo puntos confiables de referencia para conducirse.


La autoridad en “El Principito”

”Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar“-continuó el rey. “La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables”, dijo el Rey.













El adolescente sano

En estos tiempos en que todo parece verse con un cristal pesimista, creemos importante rescatar una mirada positiva y auténtica de los adolescentes, como personas con proyección y conductas valiosas. Este es un enfoque diferenciador: mientras siempre se habla de los comportamientos abusivos de los jóvenes o adolescentes, es necesario marcar su capacidad para actuar y decidir con libertad.

La adolescencia no es un problema sino una etapa muy linda de la vida, etapa de crecimiento y aprendizaje. Es fundamental destacar esta circunstancia dado que suelen confundirse los términos al asociar esta etapa con conflictos que, si bien existen (y a veces de manera preocupante), no constituyen el “alma” de la adolescencia y, en algunas ocasiones, hacen olvidar los muchos aspectos gozosos y frescos de este período.

Asociar de manera casi automática la palabra “adolescencia” con las palabras “abuso”, “conflicto” u otras similares produce un agravio gratuito a los jóvenes que, en ciertos momentos, favorece la aparición de aquello que se critica.

Algunos de estos aspectos saludables y positivos de los jóvenes que nos parece valioso recordar son:

ü Vitalidad: si hay algo característico de esta etapa es la fuerza vital de los adolescentes, quienes suelen manifestarse intensamente frente a cada circunstancia que atraviesan, sea por sus gustos, la relación con sus modelos de vida, la música, los amigos y también las formas complejas y hasta exageradas, con que buscan su propia identidad. Todo lo antes mencionado está siempre dentro de un marco de explosión vital que condice con los cambios físicos y psicológicos que el joven está transitando. Más allá de que a veces generen algunas perturbaciones en sus formas de manifestarse, sería preocupante que esta vitalidad no existiera.


ü Amistad: si bien la familia sigue siendo esencial para el adolescente, en este período se lanza al complejo universo de las amistades, particularmente las grupales. Dentro de ese universo, va tejiendo su nuevo mundo y encontrando sostén, acompañamiento, nuevos modelos de vida y perspectivas para irse construyendo como hombre y como mujer. La diversidad de amistades a veces asusta a los padres y requiere cierto manejo sabio de su parte para ayudar a la mejor elección de los amigos, sin que ello implique una intromisión excesiva en el mundo de los hijos, la que sería, en ciertas ocasiones, contraproducente.

Dentro del fenómeno de la amistad, el valor de la lealtad es muy tenido en cuenta, más allá de sus exageraciones y eventuales distorsiones, sobre todo cuando los grupos se tornan sectarios y la vivencia de pertenencia se funda en el hecho de tener adversarios o enemigos, como ocurre, por ejemplo, con las “barras bravas” o grupos similares.

Sin embargo, lo más común es que los vínculos nacidos en la adolescencia queden vigentes a lo largo de muchos años en forma de amistades entrañables.

ü Búsqueda de autenticidad y sentido: si hay un período de la vida en el cual la autenticidad y el sentido de las cosas son buscados con afán es el de la adolescencia. En todas sus expresiones, los adolescentes buscan lo auténtico por sobre todo, a la vez que buscan el para qué de toda circunstancia. No significa esto que idealizamos al adolescente, ya que esta búsqueda se da a veces de forma conflictiva y no siempre positiva, pero sí reconocemos que la autenticidad es uno de sus valores prioritarios. Los adolescentes asocian lo auténtico con los sentimientos. Sentir para ellos es un parámetro de profunda autenticidad. De ahí que busquen el valor de lo auténtico en diferentes circunstancias significativas de su vida, tales como en la música, en la amistad, en las relaciones de pareja, etc.

En este plano, dicha búsqueda implica distintos niveles de madurez. Y es un territorio que da pie a confusiones diversas que a veces son muy conflictivas y requieren de una actitud ordenadora por parte de los adultos. De todas formas, la búsqueda de lo auténtico es un elemento valioso, que a lo largo de la vida va madurando, pero que no debería perderse jamás.

ü Búsqueda de horizontes: para los adolescentes es muy importante su proyección en el mundo, hacia dónde dirigir sus sueños, así como también sentir que sus capacidades encontraron un lugar en la realidad social que les toca. Es un tiempo de búsqueda de vocaciones, de preocupaciones por el futuro, de exploración de capacidades. Cuando hay una sensación de que esos horizontes no existen, se generan severas perturbaciones, pero por lo general los jóvenes siempre encuentran sueños para proyectar, aún en las peores circunstancias.

En la búsqueda de este horizonte es que vemos el enorme despliegue de energía del que los adolescentes son capaces. Los modelos con los que cuentan en esta búsqueda son importantes, tanto por el hecho de que pueden ser emulados o porque sienten que deben diferenciarse de ellos. La relación entre esos modelos de vida y su propia personalidad (la que van descubriendo a fuerza de experiencias) es un desafío para el crecimiento.

Los valores de los jóvenes

Vitalidad. Amistad. Búsqueda de autenticidad y sentido. Búsqueda de horizontes.








Situaciones conflictivas para el vínculo entre padres e hijos

Teniendo como punto de partida la idea de la adolescencia como un período de la vida valioso y lleno de posibilidades, es posible un mejor abordaje de las situaciones conflictivas que suelen aparecer en este período, particularmente en lo que se refiere a la función de los padres. Es una etapa intermedia entre la niñez y la plena adultez.

Si bien a menudo se describen los conflictos que tienen los adolescentes, a los fines de esta guía nos focalizaremos en los conflictos internos y operativos que se le presentan a los padres. Este tipo de conflictos suele manifestarse en relación con las siguientes circunstancias:

1. La creciente autonomía de los hijos los ubica en situaciones nuevas que pueden ser riesgosas y generan temor en los padres.

2. La posibilidad de una aguda mirada crítica y actitud desafiante de los hijos hacia los padres.

3. Las dificultades en el ejercicio de la autoridad sin culpa.

4. Las complejidades en el vínculo entre los padres que influyen en la educación de los hijos.



1- La creciente autonomía de los hijos los ubica en situaciones nuevas que pueden ser riesgosas y generan temor en los padres.

El gran tema de los padres es decidir cuándo permitir a los hijos desplegar su creciente afán de autonomía, manejando los tiempos y siendo capaces de discernir qué grado de madurez tiene el hijo adolescente para salir antes del protegido ámbito familiar.

Es conocido el clásico tema de las salidas nocturnas, que sirve como ejemplo sobre la cuestión del manejo de la autonomía. Existen padres más permisivos que otros con relación a este tema. En este sentido, no existe una receta acerca de cuándo y cómo ir “soltando” a los hijos, aunque es altamente recomendable que lo que se decida sea en función de una clara percepción de la situación en cada caso, y no llevado por una inercia que desdibuje la autoridad de los padres en el proceso.

La creciente autonomía de los hijos no es algo que diluya la autoridad de los padres, sino que, en todo caso, modifica las maneras a través de las cuales ésta es ejercida. Esa autoridad, basada en la confianza recíproca construida a lo largo de los años previos, más que nunca es un faro que sirve de referente a los jóvenes en su creciente tránsito por el mundo que está más allá de las fronteras familiares.


La autoridad de los padres, basada en la confianza recíproca construida a lo largo de los años previos, es un faro para el crecimiento de los jóvenes.








La autoridad de los padres, basada en la confianza recíproca construida a lo
largo de los años previos, es un faro para el crecimiento de los jóvenes.
los riesgos que éstas implican, pero las realizan igual. Por eso, la actitud de los padres es más efectiva cuando apunta a ofrecer un espacio firme y confiable de referencia que, a la vez, no sea visto por los hijos sólo como mero espacio de control, por más que en situaciones puntuales el control pueda ser necesario. Justamente, la adolescencia es un tiempo utilizado como espacio de prueba de coraje y “aguante” por parte de los jóvenes.

La actitud de los padres es más efectiva cuando apunta a ofrecer un espacio firme y confiable de referencia que, a la vez, no sea visto por los hijos sólo como mero espacio de control.









2- La posibilidad de una aguda mirada crítica y actitud desafiante de los hijos hacia los padres.


El tiempo de la adolescencia implica la llegada de los hijos a una edad en la que el juicio crítico se desarrolla de gran forma. Es habitual que los jóvenes opinen de las cosas de manera rotunda, sorprendiendo a veces a sus padres con juicios en relación con temas impensables poco tiempo atrás, en general ligados a la forma de la vida diaria, miradas críticas sobre las actitudes de los padres o inclusive la manera de vestirse o de educar a los hermanos menores, por ejemplo.

Es una situación recurrente que los padres reciban opiniones y hasta resistencias llenas de argumentaciones que ponen a prueba su paciencia. Los adolescentes van diciendo “yo soy” justamente a través de expresar ideas que sienten como propias y que, bien llevadas, suelen ser interesantes y ofrecer un importante aporte.

Sin embargo, en ocasiones la mirada y la actitud desafiante llega a altos niveles de conflictividad, sobre todo cuando la cuestión se presenta como pulseada, sin posibilidad de conversación o reflexión. Esto suele darse, por ejemplo, en cuestiones de horarios, vestimentas y normas de convivencia. En este sentido es muy útil anticipar este tipo de situaciones y evitar el choque desgastante. Para ello es importante encontrar un orden de prioridades en los temas y, a la vez, tener cierta perspicacia para ver si realmente las actitudes del hijo tienen que ver con un comportamiento generalizado de transgresión de su parte o es sólo un hecho puntual, dentro de una actitud general positiva y atinada.


3- Las dificultades en el ejercicio de la autoridad sin culpa.

Autoridad y autoritarismo son conceptos que suelen asociarse entre sí por más que sean profundamente diferentes. Muchos padres temen ser autoritarios, y por tal motivo, en ciertas ocasiones, dejan de lado el rol de autoridad que les compete.
Es en este punto donde aparece uno de los elementos que más perturba a la función paterna, que es la culpa. No nos referimos a una culpa saludable que nos permite regularnos moralmente, sino a una culpa que proviene del miedo a frustrar, del miedo a hacerle daño a los hijos por el simple hecho de imponer genuinamente el propio criterio, como si hacerlo fuera algo violento, excesivamente frustrante o directamente destructivo. La sensación distorsionada de culpa genera un malestar que perturba el vínculo de los padres con sus hijos ya que suele inhibir el rol de sostén y orden saludable que es esencial para cumplir cabalmente la función parental.

Jaime Barylko decía que “los padres son culpables de sentirse culpables”. Esta expresión señala la importancia de dejar claramente de lado el miedo a ser autoritarios cuando debe ejercerse el rol de autoridad, aprendiendo que ésta no es una mala palabra ni su ejercicio perjudica a los hijos, sino todo lo contrario.

De nada sirven padres obsecuentes con sus hijos, que no les ofrecen puntos firmes de referencia y no se juegan por sus criterios, sin que esto sea símbolo de rigidez.

Mejor es un padre o una madre errados que marcan presencia con sus decisiones (que luego podrán mejorar o corregir) que padres que omiten cumplir con su función en aras de una “libertad” que los hijos no desean ni pueden sostener.

En este sentido, es positivo confiar en la intuición y, si fuera errada, corregirla “el día después”. Esto es muy eficaz cuando surgen esas situaciones impensadas y repentinas con las que los hijos adolescentes suelen aparecer y “manejar” tan bien, poniendo en apuros a sus padres.
Muchos padres temen su propia violencia, confundiendo los enojos normales y las actitudes de firmeza enfática con actos de “violencia familiar”. En la inmensa mayoría de los casos, los enojos son parte de procesos normales de intercambio y no actitudes lindantes con la patología. De hecho, muchas veces el efecto de permitir todo a los hijos es psicológicamente más violento que un grito o una actitud rotunda de límite. Un joven que no observa firmeza de parte de sus padres y los percibe como culposos y frágiles tenderá a buscar límites y referencias fuera del ámbito familiar, y lo hará muy probablemente a través de conductas de riesgo para poder, de esa manera, saber dónde están esos límites que se les niegan en su casa.


Es importante dejar de lado el miedo a ejercer la autoridad.
De nada sirven padres obsecuentes con sus hijos, que no les ofrecen puntos firmes de referencia y no se juegan por sus criterios.






4-Dificultades en el vínculo entre los padres que influyen en la educación de los hijos.

Padres separados, que viven una crisis conyugal o que no comparten criterios de educación suelen ser algunos de los conflictos más frecuentes en la vida familiar.

Las situaciones son muy variadas y queda claro que no siempre la separación o el divorcio, por ejemplo, son determinantes de conductas inconvenientes de los hijos, así como que el hecho de contar con padres unidos tampoco es sinónimo de que no habrá inconvenientes con ellos.

Sin embargo, es habitual que existan entre los padres (separados o no) brechas afectivas, ideológicas, de personalidad o de criterio a veces muy difíciles de sobrellevar y que generan perturbaciones no sólo a los hijos, sino a los propios padres y al resto de la familia.
Lo óptimo es encontrar sino una coincidencia, al menos un marco de respeto entre los padres que no angustie a los hijos y evite hacer a éstos partícipes de una guerra que siempre les es muy dolorosa.

En ocasiones se da la pulseada entre el padre o la madre “buena/o” y el “malo/a”. Los primeros son los que satisfacen todo deseo de los hijos, tienden a verlos como frágiles o intentan “compensar” reales o imaginarios problemas a través de evitarles cualquier frustración. Los segundos, los “malos”, son considerados rígidos, poco empáticos, represores y frustradores.

Todo hijo requiere de algún tipo de armonía entre satisfacción y frustración. Lo negativo del caso es cuando los padres se mantienen rígidamente en posiciones de “buenos” y “malos” y entran en guerra.

Este tipo de polarizaciones, vividas en términos de competencia, representa uno de los problemas más habituales: cuando un padre es dueño del “no” y el otro del “sí”, sin que exista un criterio más maduro acerca de la importancia de alternar con sabiduría ambas instancias.

Competencias, discusiones, sabotajes recíprocos, conflictos, no siempre se pueden evitar. La vida de pareja a veces alcanza una complejidad muy grande y dista de lo ideal. Sin embargo, mantener una actitud íntegra, evitar caer en la inercia beligerante, esforzarse en respetar el criterio o la actitud del otro padre y, en lo posible, armonizar con él son conductas que ofrecen a los hijos parámetros éticos y afectivos con los cuales ellos podrán construir de mejor manera su vida, más allá de los conflictos familiares que tengan en su origen.

10 consejos para encarar la comunicación con los adolescentes

1-Potenciar la confianza de los adolescentes, reviviendo juntos los valores que muchas veces están presentes -aunque olvidados- en la familia, redescubriendo sus rasgos positivos.


2-No olvidar que ellos tienen una aguda capacidad de observación, lo cual exige una total honestidad de nuestra parte.


3-Orientarlos para que los adolescentes puedan tomar sus mejores decisiones.


4-Confiar y expresarles confianza en sus decisiones.


5-Subrayar los beneficios del proceso de crecer.


6-Ser intuitivos, perceptivos y, sobre todo, auténticos en la comunicación con ellos.


7-Transmitir con honestidad nuestra posición sobre los valores y sobre la importancia y los efectos positivos de prevenir conductas abusivas.


8-Hablarles siempre desde el amor y la confianza como padres, utilizando un lenguaje claro, firme, accesible y entretenido.


9-Acompañarlos en su búsqueda de caminos para enfrentar los miedos y lo desconocido de la mano de la sabiduría, la prudencia y la responsabilidad.


10-Hacernos el tiempo para compartir, dialogar con ellos y acompañarlos.



ü

Recuerde

 Generar empatía, ponernos en el lugar del adolescente para ver qué está esperando recibir o escuchar de nuestra parte.

 Formular preguntas y despertar interrogantes generando un intercambio de ideas.

 Descubrir con ellos sus modelos identificatorios.

 Hablar con ellos para transmitirles que nuestra intención no es arruinarles la diversión, sino darles oportunidades de divertirse en situaciones de libertad, porque confiamos en su capacidad de decidir y elegir.

 Ejercer ante los hijos nuestra autoridad como padres sin caer en el autoritarismo, que suele generar más distancia que acercamiento.

 Desarrollar una actitud protectora y promotora de la autoestima de nuestros hijos.

 Remarcar lo positivo de sus conductas y no quedarnos sólo con lo negativo.

 Ser buenos ejemplos. Los adolescentes están observando nuestras actitudes, nuestras formas de responder, de actuar y de relacionarnos. No olvidar que somos sus referentes y debemos honrar ese rol. Promover los valores positivos significa vivirlos para que los jóvenes puedan tomarlos y asumirlos como propios.

Reforzar sus capacidades y valores positivos será un recurso a mano de los padres para ayudar a que los hijos adolescentes:

*Elijan lo que es mejor para ellos de manera responsable.
*Busquen formas creativas de divertirse entre amigos.
*Descubran la importancia de valores como la amistad, el esfuerzo, la tolerancia y el entusiasmo.
*Entiendan por qué no deben consumir alcohol si son menores, y hacerlo de manera responsable en la mayoría de edad.
*Comprendan que el consumo de alcohol no es la única fuente de energía y diversión.


¿Cómo ayudar a los hijos a fortalecer su autoestima?

 Confiando en nosotros mismos como padres.
 Confiando en ellos y teniendo en cuenta sus criterios.
 Invitándolos a ponerse ellos mismos el límite, sin temer hacerlo nosotros cuando sea necesario.
 Proponiéndoles ejercer su libertad de manera responsable, evitando comportamientos inadecuados en relación con el consumo de alcohol.

Como padres, es importante prestar atención a algunos síntomas o conductas tales como:

 cambios bruscos de comportamientos sin razón aparente
 tiempos prolongados de soledad en su habitación
 ausencias injustificadas
 pérdida de apetito











Si usted tiene alguna duda sobre el comportamiento de su hijo, recuerde consultar al gabinete psicopedagógico de la escuela a la que él o ella asiste o bien a profesionales de la salud especialistas en el tema.



jueves, 15 de noviembre de 2007

LA FAMILIA, FUNDADA EN EL MATRIMONIO

La familia tiene su génesis en esta relación fundamental que es el matrimonio. Es el encuentro entre el hombre y la mujer lo que revela el poder de originar su propia familia. “La familia y la persona humana caminan indisolublemente unidas. La familia, antes que lugar de íntima convivencia, antes que organismo nuclear de la sociedad, antes que ser una forma celular tributaria de un modelo socioeconómico, es la revelación al hombre de su propia identidad de hombre. Es el primero, el más específico, el más real y concreto encuentro humano del hombre.” El matrimonio, como la primera y más radical de las instituciones sociales humanas, tiene el poder de generar la vida, concibiéndola y albergándola dentro de una previa humanización de la dualidad sexual. La unión conyugal es así la gran articulación que nos prueba el nexo esencial entre matrimonio y familia. Esto es, la comunión conyugal actúa como núcleo amoroso previo del que surgen articulaciones de consanguinidad, paternidad, maternidad, filiación y fraternidad, constituyendo todo, un conjunto de única comunidad de vida y amor. La entrega única, total y exclusiva de los esposos y su forma de amar incondicional (es un “te quiero a ti, sólo a ti y para siempre”), se permea a la familia, a sus amigos y finalmente a la sociedad. De ahí su importancia como esperanza para una sociedad más humanizada. ¿Por qué la familia?
Tomás Melendo GranadosPara querer más… ser mejor Hace algunos meses impartí una conferencia a un grupo de empresarios bastante selecto, bastante internacional… y bastante atípico. Tan atípico como para pedirme, justo como empresarios —lo único que los unía—, que les hablara del amor conyugal. Al terminar la exposición, un mexicano inició algo a caballo entre una pregunta y una reflexión pública: «Si no he entendido mal, la calidad del amor entre los esposos no se juega solo dentro del matrimonio. Quien quiera amar de veras tiene que esforzarse por mejorar en toda su vida». Un sexto sentido me llevó a contener las ganas de responderle y a permanecer en silencio. Y, en efecto, prosiguió: «Solo si voy siendo mejor persona podré querer más a mi mujer, pues tendré mucho más que darle cada vez que me entregue a ella». Resistí de nuevo la tentación de intervenir… y añadió: «Presiento además que si no encamino ese perfeccionarme a la entrega, en el fondo lo estoy despilfarrando. Y me parece que eso constituye un claro deber: cuanto mejor voy siendo, más obligado estoy a darme a mi mujer y a mis hijos». El silencio se tornó más denso, acaso porque ni por él mismo ni por los que le estaban oyendo —todos volcados en cuerpo y alma en los negocios—, se atrevía a sacar la conclusión inevitable. Pero lo hizo: «Lo cual quiere decir que mi verdadera y más radical realización no la encuentro en la empresa, sino en mi familia». Una inversión definitiva Audaz, además de agudo. Sabía lo que se estaba jugando y sabía de lo que hablaba: de la necesidad de instaurar una modificación profunda en el modo de entender y vivir las relaciones entre familia y persona (y, como consecuencia, muchas otras, como las propiamente laborales). Durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado enfatizando la múltiple y clara precariedad del hombre. Por ejemplo, respecto a la mera supervivencia venía a decirse que, mientras la dotación instintiva permite a los animales manejarse desde muy pronto por sí mismos, el niño abandonado a sus propios recursos perecería inevitablemente. O se aducían razones psicológicas, como la ineludible conveniencia de superar la soledad, de distribuir las funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del saber para lograr una mayor eficacia… Siendo todo esto cierto, me parece que no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se considera la persona como lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in tota natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar su dignidad y su grandeza… ¿no resulta extraño que los animales no necesiten familia, mientras que al hombre le sea imprescindible solo o principalmente en función de su «inferioridad» respecto a ellos? El cambio radical que pretendo subrayar con estas líneas es que toda persona requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos podría llamarse su excedencia en el ser. Un-ser-para-el-amor Por eso la persona está llamada a darse; por eso puede definirse como principio (y término) de amor… siendo la entrega el acto en que ese amor culmina. Las plantas y los animales, por su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia pervivencia y la de su especie. Porque gozan de poco ser, cabría decir, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo y protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto suya. A la persona, por el contrario, justo por la nobleza que su condición implica, «le sobra ser». De ahí que su operación más propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse, en amar. (Y de ahí que solo cuando ama en serio y se entrega sin tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, alcanza la felicidad). La persona como regalo En esto tenía razón mi contertulio mexicano. Y también al unir esa exigencia de entrega con la familia. Porque para que alguien pueda darse es menester otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y «eso» sólo puede ser otro alguien, otra persona. A menudo explico que, a pesar de la conciencia que solemos tener de la propia pequeñez y de la ruindad de algunos de nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza de nuestra condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra persona. Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la condición personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella a la que pretendo entregarme. De ahí que, con total independencia de su valor material, el regalo sólo cumple su cometido en la medida en que yo me comprometo —me «integro»— en él. («¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió magistralmente Salinas). Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme de manera incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe, resulta imposible entregarme (actio est in passo, podría afirmarse tras las huellas de Aristóteles: la acción de la entrega «está» —se cumple o actualiza— en la medida en que el otro me acepta gustoso). El porqué de la familia Pues bien, el ámbito natural donde se acoge al ser humano sin reservas, por el mero hecho de ser persona, es justo la familia. En cualquier otra institución —en una empresa, pongo por caso— resulta legítimo, y a menudo necesario, que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo que hoy intenta imponerse para «evitar la discriminación» sería aquí lo radicalmente injusto). Por el contrario, una familia genuina acepta a cada uno de sus miembros teniendo en cuenta, sí, su condición de persona, como el resto de las instituciones (de ahí el famoso precepto kantiano); y además… su condición de persona. Y basta. Y, al acogerlos, les permite entregarse y cumplirse como personas. Por eso cabe afirmar que sin familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Y ello, según acabo de sugerir, no primariamente a causa de carencia alguna, sino al contrario, en virtud de la propia excedencia, que «nos obliga» a entregarnos… o quedar frustrados, por no llevar a término lo que demanda nuestra naturaleza, nuestro ser. Estimo que esta inversión de perspectivas (que no niega la verdad del punto de vista complementario), tiene abundantes repercusiones. Por ejemplo, en el ámbito doméstico, explica que la familia no sea una institución «inventada» para los débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, cuanto más perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro es el padre o la madre, más precisa de su familia, justamente para crecer como persona, dándose y siendo aceptado: amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar» nada para ser querido. Una buena teoría… para una vida buena Por otra parte, esta forma de comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán establecerse las condiciones para que se desarrolle adecuadamente… y sea feliz. A menudo se oye que el problema del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero estimo que es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia valía, que le lleva a tratarse y tratar a los otros de una manera bufa y absurdamente infrahumana. Schelling afirmaba que «el hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá enseguida a ser lo que debe; respetadlo teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica». ¿Exageración de un joven escritor? Estimo que no, si el conocer lo entendemos adecuadamente, de modo que algo no llega a saberse (simplemente a saberse) hasta que uno lo hace vida de la propia vida. En lo estrictamente humano, como quería de nuevo Aristóteles, la teoría —¡encaminada al amor!— ostenta una prioridad absoluta. «Mini-personas»… que ni conocen ni aman Ahora bien, el modelo que rige buena parte de las Constituciones de los países «desarrollados» de nuestro entorno resulta a menudo una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi contrahecha. Quiero decir que, con más frecuencia de la deseada, al hombre de hoy se le niegan —teórica y vitalmente: en la legislación y en la estructura social— justo las características que definen la grandeza de su humanidad; por ejemplo, la capacidad de conocer, de manera siempre imperfecta, pero real. Desde tal punto de vista, una democracia auténtica tendría como base, junto con el reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso estaría basada en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que cada realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama. Por el contrario, bastantes democracias actuales parecen basarse en un relativismo escéptico: en la casi contradictoria convicción de que la realidad no puede conocerse y, como consecuencia, en la apelación al simple número y, con él, —mientras no se corrija el planteamiento, que puede y debe corregirse— en el más tiránico y sutil de los totalitarismos. ¿Otros ejemplos de lo que acabo de calificar como modelo «constitucional» de mini-persona? Apenas se concibe que el hombre actual pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a una sola carta, como Marañón expusiera, el porvenir del propio corazón (de ahí el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse de por vida); o que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el sufrimiento es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar… (en el estado actual, el sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de veras). Conclusión Lo que acabo de apuntar refuerza tres de mis más arraigadas convicciones. a) La primera, una fe absoluta en el ser humano, en su capacidad de rectificar el rumbo y superarse a sí mismo. No debe confundirse el diagnóstico con la terapia. Como la filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni debería ser interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable… sino solo verdadero o falso. ¡Qué daños traería consigo el «optimismo» que lleva a diagnosticar y tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno! b) En segundo término, que el hombre actual necesita advertir su propia excelsitud para actuar de acuerdo con ella… y alcanzar la propia perfección y la dicha consiguiente. c) Por fin, que el «lugar natural» para «aprender a ser persona», el único verdaderamente imprescindible y suficiente, es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de posibilidades deslumbrante, el adulto en plenitud de facultades, el anciano que parece declinar…, todos ellos forjan y rehacen su índole personal, día tras día, en el seno del propio hogar. Y, así templados y reconstituidos, son capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo. Por eso la familia.

lunes, 12 de noviembre de 2007

LA DROGA , SINÒNIMO DE MUERTE

LA DROGA, SINÓNIMO DE MUERTE

Documento de la Conferencia Episcopal Argentina,dado en Pilar, el 9 de noviembre de 2007, al término de la94ª Asamblea Plenaria

Los obispos argentinos, reunidos en nuestra Asamblea Plenaria hemos recogido el eco doloroso de muchas familias de todo el país, cuyos hijos quedaron atrapados por los efectos de la droga y sus secuelas de muerte y destrucción.
En la Argentina que anhelamos no sobra nadie. Sin embargo, la droga y su comercio de muerte se han instalado entre nosotros; entró para quedarse en la escuela, en el club, en la esquina, en los boliches y recitales, en la cancha, en las cárceles y hasta en los lugares de trabajo. Tan flagrante marginación de nuestros niños y jóvenes nos produce mucho dolor y “la Iglesia no puede permanecer indiferente ante este flagelo que está destruyendo a la humanidad, especialmente a las nuevas generaciones” (Doc. Aparecida, 422).
Toda la vida de Jesús es manifestación del infinito amor de Dios por nosotros, significado en sus gestos de compasión y misericordia. Muere en la Cruz por todos, y resucita para darnos vida en abundancia. Sus palabras reflejan siempre lo que llevaba en el corazón. Así lo vemos, por ejemplo, en la parábola del buen samaritano. Aquel hombre caído a la vera del camino, herido y golpeado por ladrones, es signo de los que están abatidos y agobiados por toda clase de males. Hoy nos interpelan de modo particular los rostros sufrientes de quienes están atrapados y condenados por una de las calamidades más grandes de estos últimos tiempos, como es el consumo y las adicciones a la droga.

1. Indignos escenarios de muerte
El narco-negocio se instaló en nuestro país, prospera exitosamente, destruye familias y mata. Nuestro territorio ha dejado de ser sólo un país de paso. Observaciones confiables y de diversas fuentes nos advierten que el consumo arraiga en los jóvenes, y avanza sobre la inocencia y fragilidad de los niños. Cuando se asocian a las malas compañías del alcohol, los inhalantes, la violencia y el desamparo, el resultado es un complot para el exterminio.
Desde los más altos niveles su tráfico genera corrupción y muerte: asesinatos por encargo, extorsiones, dependencias esclavizantes, prostitución. “El uso abusivo de drogas es una grave falta moral porque afecta a la salud e incita a actividades clandestinas igualmente dañinas” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2291).
En todos los ambientes, los que prueban la droga por curiosidad y se convierten en adictos, si no llegan a una muerte prematura, frenan su crecimiento y desarrollo personal. Todo lo que esté relacionado con la droga es deshumanizante, anula el don de la libertad, sumerge en el fracaso los proyectos de vida y somete a las familias a duras pruebas.
Los familiares y amigos de los adictos se enfrentan día a día, con impotencia, a un enemigo de enorme capacidad de mal. No está demás decir, que una persona drogada resigna su espacio en la sociedad: todos pierden sus vínculos afectivos, el obrero su trabajo, el joven y el niño la escolaridad.
En este angustioso marco, la Iglesia proclama la Buena Noticia de Dios que nos conduce a la Vida: Jesucristo, que ha vencido a la muerte y nos ha señalado el camino de salvación. Con los obispos de América Latina anunciamos que “la alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la Buena Noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (Doc. Aparecida, 29).

2. Las causas
¿Por qué la droga encuentra un campo tan propicio para su expansión?. Juan Pablo II dice que “la droga no es como un rayo que cae en una noche luminosa y estrellada. Más bien es como un rayo que cae en una noche tormentosa...”. Esa noche tormentosa describe el vacío existencial que produce el contexto consumista y hedonista en el que vivimos. Nuestra sociedad ha distorsionado el sentido de la vida y los valores. El “ser más” ha dado paso al “tener más”.
Los jóvenes se sienten sin raíces, obligados a afrontar un presente fugaz y un futuro incierto. Se suma a esto que muchas veces no encuentran adultos disponibles para la escucha y la comprensión. De tal forma, que la drogadicción no es sólo un problema de “sustancias”, sino más bien de cultura, valores, conductas y opciones. Es expresión de un malestar profundo que algunos llaman “vacío existencial”. Así pues, para una cantidad creciente de jóvenes, se afianza la convicción que vivir no tiene sentido, no vale la pena. Más de una vez, hemos escuchado decir a jóvenes en situación de riesgo: “yo ya estoy jugado”; para ellos, felicidad, libertad, amor, son sólo palabras huecas, tan vacías como sus bolsillos o estómagos. Padecen la “vida deshonrada”, en una sociedad inhóspita e indiferente, y muchas veces sin una contención de sus hogares y familias.
El demonio, “padre de la mentira” odia la salud y la vida, busca aliados para expandir como peste este veneno. Genera verdaderas estructuras de pecado que desprecian el amor y la dignidad humana.

3. Caminos a recorrer
Todos sabemos algo acerca de la droga, es un tema de la vida cotidiana en nuestras casas. Al mismo tiempo, advertimos que es una realidad muy compleja: por un lado, su organización con métodos mafiosos y vínculos insospechables en todos los niveles parece no tener límites; por otro, la ausencia de valores en todos los estratos sociales, el escándalo de la pobreza y la exclusión social, achican los horizontes y esperanzas de nuestros jóvenes. Al no reconocer la profundidad y gravedad de esta deuda para con las generaciones del presente, estamos favoreciendo su negocio letal. Nos falta la valentía y el coraje necesarios para encarar seriamente este problema. La indiferencia, el consumismo, la desunión de la familia, sumados al poderoso tráfico y comercio de drogas, abre el camino para destruir a los más vulnerables: nuestros chicos y chicas. Porque confiamos en la prevención educativa, nos parece insuficiente la atención que presta a este tema la Ley de Educación Nacional, recientemente aprobada.
La lucha contra la droga-dependencia no es un interrogante sin respuesta, aunque ésta nunca será sencilla. La situación es grave y requiere una acción mancomunada de toda la sociedad, que a corto plazo pueda transformarse en política de estado.
La experiencia nos enseña que los caminos para enfrentarla van en tres direcciones:
Promover una cultura de la vida, fundada en la dignidad trascendente de toda persona humana, llamada a ser feliz y a vivir libre de toda esclavitud; cuánto más de estos falsos paraísos de la droga.
Despejar la falsa ilusión de que de la adicción se entra y se sale fácilmente. Por supuesto que muchos, con gran esfuerzo y apelando a diversas ayudas y tratamientos, podrán recuperarse. Recordemos que siempre el amor de Dios se acerca a quienes se disponen a crecer en dignidad: “En el mundo tendrán tribulaciones, pero no teman, Yo he vencido al mundo” (Jn. 16,33)
Denunciar y perseguir a los mercaderes de la muerte que con el escandaloso comercio de la droga están destruyendo a la humanidad, especialmente a las nuevas generaciones, para lo cual deben concurrir todos los recursos que cuenta nuestro Estado de derecho, en una lucha frontal contra el tráfico y el consumo.

4. El Evangelio anuncia la cultura de la vida
Jesús nos da fuerzas cuando nos dice:“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). A todos los que fueron tocados por esta miseria y sufren esta penosa esclavitud, especialmente a los niños y jóvenes, queremos abrazarlos y llevarlos al Corazón de Cristo para decirles que “Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas” (Doc. Aparecida, 30).
El desafío es grande. Entre todos debemos generar una red social que propicie la cultura de la vida. En este esfuerzo es fundamental el concurso de toda la sociedad, para gestar un compromiso solidario que comprenda a madres y padres, docentes, funcionarios, medios de comunicación, instituciones religiosas; en fin, para que en todos los ámbitos sociales haya una contundente opción por la vida fundada en la dignidad de la persona. Debemos recrear caminos de esperanza, fortaleciendo metas e ideales, que den sentido a la existencia, reconstruyendo una cultura, en la que el esfuerzo, el sacrificio y aún el dolor, hagan prever una cosecha de frutos abundantes para el bien común.
Esta red social deberá propiciar:
-la denuncia de hechos delictivos o políticas que por acción u omisión favorezcan las adicciones.
-una estrategia de prevención basada en tareas educativas en todos los niveles, fundamentalmente en el seno de la familia, las iglesias, la escuela, las fuentes de trabajo, las comunidades barriales y en todos los ambientes donde se dignifique y se celebre la vida.
-la multiplicación de espacios sanantes donde se facilite la recuperación de los adictos y su reinserción a la sociedad.
El Señor Jesús proclamó “bienaventurados a los que son misericordiosos porque obtendrán misericordia” (Mt 5,7). A la escucha de esta Palabra, queremos animar y caminar junto a todas las personas que han acercado su corazón a la causa que nos ocupa: en primer lugar a las madres que ven sufrir a sus hijos y se organizan para protegerlos. A los hombres y mujeres, que con responsabilidad y amor al prójimo, no pasan de largo ante la tragedia que nos embarga y entristece a todos. Alentamos especialmente a los profesionales del Derecho y la Justicia a obrar con celeridad ante este flagelo, pues están en juego miles de vidas que necesitan la protección de la Ley para seguir creciendo como ciudadanos.
Agradecemos a Dios que muchas instituciones religiosas y organizaciones de la sociedad civil ya trabajan en variadas iniciativas terapéuticas de prevención y contención. Invitamos a todos a obrar como el buen samaritano. Como Iglesia, con la fuerza que nos viene del Evangelio de la Vida y con los humildes medios que contamos, renovamos nuestro deseo de estar al servicio de la sociedad para comprometernos solidariamente a enfrentar este mal. Para ello, estamos elaborando un programa de acción pastoral que sea signo del amor de Dios por los que sufren. Confiamos que nuestro Padre habrá de inspirarnos a todos para que logremos dar la respuesta oportuna y eficaz a este drama.
La Virgen Santísima, como buena Madre nos acompañará en esta misión. Los heridos por las adicciones la buscan y Ella les pertenece y la sienten como madre y hermana.

94ª Asamblea Plenaria de la CEAPilar, 9 de noviembre de 2007En las vísperas de la beatificación de Ceferino Namuncurá

domingo, 11 de noviembre de 2007










Ceferino,




don de Dios


para el pueblo



Ceferino Namuncurá es, sin duda un regalo de Dios para todos. Un don para su pueblo olvidado y sufrido. Un regalo para la Argentina que desde sus comienzos intenta amalgamar tantas diferencias que fueron siempre parte de su historia. Es un regalo para Latinoamérica y para todo el mundo, necesitado de nueva luz de comunión y fraternidad. Sobre todo, Ceferino es ejemplo para los jóvenes que no encuentran el camino de su realización personal ante tanto desconcierto y confusión de valores. Ceferino para ellos es mensaje de comunión con Dios, con los hermanos y con la naturaleza que nos cobija. Dios Padre de todos ha mirado la humildad de Ceferino y en su Sí, nos ha revelado su Amor. Ceferino fue fiel a su pueblo y a Dios, intentando ser abrazo de los pueblos que parecían irreconciliables. Y ha sido para los jóvenes camino de superación ante las dificultades de la vida y ejemplo de servicio a los demás, aún en las más difíciles circunstancias.
“Ceferino Namuncurá fue y es un don de Dios. Un precioso y gratuito regalo de Dios para su raza aborigen olvidada y sufrida, para su patria, la Argentina, para Latinoamérica, para todo el mundo” OSDB
La Iglesia Católica, a través de sus más altos y especializados organismos, viene estudiando desde 1945 la vida de Ceferino. Instruidos los procesos ordinarios en la Curia del Vicariato de Roma y, mediante cartas postulatorias, en las Curias Eclesiásticas de Turín, Viedma y Buenos Aires, y una vez publicado el decreto sobre sus escritos, el Papa Pío XII aprobó con su firma la comisión de introducción de la causa el 3 de marzo de 1957. Se instituyeron luego los procesos apostólicos en las Curias de Viedma, Turín y Morón y en el Vicariato de Roma sobre las virtudes en especial, y el 29 de enero de 1962 salió el decreto sobre la validez jurídica de dichos procesos. El 6 de abril de 1971 tuvo lugar una Reunión Especial de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, en la que se discutió acerca de la constatación en la vida de Ceferino, de las virtudes propias para la causa. El 7 de enero de este año 1972, su Santidad, Pablo VI, ratificando el parecer de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, ordenó que se preparara el decreto sobre la heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios. Y el 22 de junio de 1972, el Sumo Pontífice promulgó el decreto por el que se declara a Ceferino Venerable, paso importante y previo a la Beatificación. La Iglesia proclamó entonces que había practicado en grado heroico las virtudes cardinales, morales y anexas.
El 22 de junio de 1972 el Siervo de Dios Ceferino Namuncurá fue declarado Venerable por el Papa Pablo VI “Por último, en el día de hoy, el mismo Sumo Pontífice, hechos llamar el suscrito Cardenal Prefecto, como asimismo el Rdo. Cardenal Luis Traglia, Ponente de la Causa, yo —que soy el secretario— y los demás a quienes se acostumbra citar, en presencia de todos promulgó este decreto, declarando que: Consta de las virtudes teologales: Fe, Esperanza, Caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y de las virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, y de sus anexas, en grado heroico del Siervo de Dios Ceferino Namuncurá, en el caso y para el efecto de que se trata. Y mandó que se publicara este decreto y se incluyera en las actas de esta Congregación. «Dado en Roma, el 22 de junio del año del Señor 1972”. Cardenal Pablo Bertoli, Prefecto, Fernando Antonelli, Arzobispo titular de Idicra, Secretario.
Ahora bien, para ser declarado Beato se necesitaba un favor especialísimo, un verdadero “milagro” constatado y probado primero en el país de origen del favorecido, y luego en Roma, por una Consulta Médica (cinco o más especialistas) nombrada por la Congregación para las Causas de los Santos. Después que la Consulta Médica emitiera su dictamen positivo por simple mayoría, una Comisión de nueve Teólogos analizarían si el Venerable está en condiciones teológicas de ser declarado Beato. Luego otra Comisión de cinco Cardenales, habiendo sido aprobados los pasos anteriores, le comunicarían al Papa que el Venerable en cuestión puede ser declarado Beato. Sólo en dichas condiciones, el Papa aprueba todo lo realizado y fija la fecha de la Beatificación.
¿Qué pasó con la causa de Ceferino en casi tres décadas? Lamentablemente el proceso de la Causa de Beatificación sufrió, durante un opaco lapso de dos décadas, algo que llamaríamos “estancamiento” durante el cual no progresó como todos esperábamos. El Vice-Postulador de la Causa de Ceferino, el Padre Héctor D’Angelo, sdb., doctor en Derecho Canónico fue el responsable de llevar adelante en nuestro país las Causas de Beatificación de los Venerables Ceferino Namuncurá y Artémides Zatti. Ceferino fue, en su momento, la Causa de Beatificación más adelantada que teníamos en la Argentina, ya que él era en 1972 el único Venerable.
“Lo cierto es que el Venerable Ceferino continuó siempre y continúa también ahora haciendo “gauchadas” y concediendo favores”
Historia del milagro El milagro atribuido a Ceferino y que se aceptó para la causa de su beatificación, se produjo en 2000, año del Jubileo Cristiano. Es el caso de una mujer de Córdoba, que tenía 24 años y que se curó en forma instantánea e íntegramente de un cáncer de útero, y hasta pudo concebir nuevamente. Este hecho para la ciencia es absolutamente inexplicable y esto fue corroborado con estudios médicos anteriores y posteriores de la mujer, que acreditan la desaparición de la enfermedad. La familia de esta joven con cáncer de útero pidió intensamente la intercesión de Ceferino ante Dios para salvarle la vida. Y la mujer se curó. La causa llegó a Roma desde Córdoba, donde durante cuatro años se estudió y altas fuentes de la iglesia indicaron que fue bastante rápido el tratamiento del caso. El padre Enrico Dal Cóvolo, postulador de la causa de Ceferino en Roma, informó que a principios de diciembre pasado la consulta médica de la Congregación para la Causa de los Santos dictaminó que, desde el punto de vista clínico, la curación sometida a su juicio científico, era inexplicable. “Se ha avanzado rápidamente en ella. Yo creo que esto es una señal de la Providencia que sirve a legitimar un culto tan popular que la gente del pueblo en Argentina dirige a Ceferino”, dijo el sacerdote salesiano en aquella oportunidad. El secretario de la Congregación, monseñor Michele Di Ruberto, explicó que es un milagro espléndido, que honra al próximo santo, a la Iglesia y a toda la familia salesiana.
“La familia de esta joven con cáncer de útero pidió intensamente la intercesión de Ceferino ante Dios para salvarle la vida. Y la mujer se curó”.
Ceferino es declarado beato Durante la sesión del 15 de mayo del 2007, los cardenales y obispos que forman parte de la Congregación para las Causas de los Santos aprobaron por unanimidad, el milagro atribuido a la intercesión del venerable Siervo de Dios, Ceferino Namuncurá.
Y, el 6 de julio del mismo año, el Papa Benedicto XVI, firmó decretos de atribución de milagros, ratificación de martirios y reconocimiento de virtudes heroicas en procesos de canonización. En el decreto reconoce el milagro atribuido al “Venerable Siervo de Dios Ceferino Namuncurá”, argentino (1886-1905), laico, alumno de la Sociedad de San Francisco de Sales. La ceremonia de beatificación de nuestro hermano, Ceferino, se realizará el 11 de noviembre, en la localidad de Chimpay, donde nació el joven mapuche. Es la primera vez que se realiza en el país una celebración de tal magnitud ya que por un cambio del papa Benedicto XVI, las beatificaciones primer paso al camino de la canonización (declarar santo), se pueden realizar en las diócesis donde vivieron esos testigos de la fe. Antes se realizaban en la Basílica de San Pedro en Roma.
“La ceremonia de beatificación se realizará en la localidad de Chimpay…Es la primera vez que se realiza en el país una celebración de tal magnitud”